Imperio bizantino
El Imperio
bizantino (también llamado Imperio
romano de Oriente o, sencillamente, Bizancio) fue un Estado cristiano
heredero del Imperio romano que pervivió durante toda la Edad Media
y el comienzo del renacimiento y se ubicaba en el Mediterráneo oriental. Su capital se
encontraba en Constantinopla (en griego: Κωνσταντινούπολις, actual Estambul),
cuyo nombre más antiguo era Bizancio. También se conoce al Imperio bizantino como Imperio romano de Oriente,
especialmente para hacer referencia a sus primeros siglos de existencia,
durante la Antigüedad tardía, época en que el Imperio romano de Occidente continuaba
todavía existiendo.
A lo largo de su dilatada historia, el Imperio bizantino
sufrió numerosos reveses y pérdidas de territorio, especialmente durante las Guerras Romano-Sasánidas y las Guerras arabo-bizantinas. Aunque su
influencia en África del Norte y Oriente Próximo había entrado en declive como
resultado de estos conflictos, continuó siendo una importante potencia militar
y económica en Europa,
Oriente Próximo y el Mediterráneo oriental durante la mayor parte de
la Edad Media. Tras una última recuperación de su pasado poder durante la época
de la dinastía Comneno, en el siglo XII,
el Imperio comenzó una prolongada decadencia durante las Guerras Otomano-bizantinas que culminó con
la toma de Constantinopla y la conquista del
resto de los territorios bajo dominio bizantino por los turcos, en el siglo XV.
Durante su milenio de existencia, el Imperio fue un
bastión del cristianismo, e impidió el avance del Islam hacia Europa
Occidental. Fue uno de los principales centros comerciales del mundo,
estableciendo una moneda de oro estable que circuló por toda el área
mediterránea. Influyó de modo determinante en las leyes, los sistemas políticos
y las costumbres de gran parte de Europa y de Oriente Medio, y gracias a él se
conservaron y transmitieron muchas de las obras literarias y científicas del
mundo clásico y de otras culturas.
En tanto que es la continuación de la parte oriental del
Imperio romano, su transformación en una entidad cultural diferente de
Occidente puede verse como un proceso que se inició cuando el emperador Constantino I el Grande trasladó la
capital a la antigua Bizancio (que entonces rebautizó como Nueva Roma,
y más tarde se denominaría Constantinopla); continuó con la escisión
definitiva del Imperio romano en dos partes tras la muerte de Teodosio I,
en 395, y la
posterior desaparición, en 476, del Imperio romano de Occidente; y alcanzó su
culminación durante el siglo VII, bajo el emperador Heraclio I,
con cuyas reformas (sobre todo, la reorganización del ejército y la adopción
del griego
como lengua oficial), el Imperio adquirió un carácter marcadamente diferente al
del viejo Imperio romano. Algunos académicos, como Theodor
Mommsen, han afirmado que hasta Heraclio
puede hablarse con propiedad del Imperio romano de Oriente y más adelante de Imperio
bizantino, que duró hasta 1453, ya que Heraclio sustituyó el antiguo título imperial de
«augusto» por el de basileus (palabra
griega que significa 'rey' o 'emperador') y reemplazó el latín
por el griego como lengua administrativa en 620, después de lo cual el
Imperio tuvo un marcado carácter helénico.
En todo caso, el término Imperio bizantino fue
creado por la erudición ilustrada de los siglos XVII
y XVIII
y nunca fue utilizado por los habitantes de este imperio, que prefirieron
denominarlo siempre Imperio romano (griego:
Βασιλεία Ῥωμαίων, Basileia Rhōmaiōn; latín:
Imperium Romanum) o Romania (Ῥωμανία) durante toda su existencia.
El término «Imperio bizantino»
La expresión «Imperio bizantino» (de Bizancio, antiguo
nombre de Constantinopla) fue una creación del historiador alemán
Hieronymus
Wolf, quien en 1557 —un siglo después de la caída de Constantinopla— lo utilizó en su
obra Corpus Historiae Byzantinae para designar este período de la
historia en contraste con las culturas griega
y romana
de la Antigüedad clásica. El término no se hizo de uso frecuente hasta el siglo XVIII,
cuando fue popularizado por autores franceses, como Montesquieu.
El éxito del término puede guardar cierta relación con el
rechazo histórico de Occidente a reconocer al Imperio bizantino como heredero
legítimo de Roma, al menos desde que, en el siglo IX,
Carlomagno
y sus sucesores esgrimieron el documento apócrifo conocido como «Donación de Constantino» para proclamarse,
con la connivencia del papado,
emperadores romanos. Desde esta época, en las tierras occidentales el título Imperator
Romanorum ('Emperador de los Romanos') quedó reservado a los soberanos del Sacro Imperio Romano Germánico,
mientras que el emperador de Constantinopla era llamado, de manera un tanto
despectiva, Imperator Graecorum ('Emperador de los Griegos'), y sus
dominios, Imperium Graecorum, Graecia, Terra Graecorum o
incluso Imperium Constantinopolitanus. Los emperadores de Constantinopla
nunca aceptaron estos nombres. De hecho, los pobladores bizantinos se
declaraban herederos del Imperio romano y los emperadores de Constantinopla se
enorgullecían de un linaje ininterrumpido desde Augusto.
«Imperio bizantino» es un término moderno que hubiera
resultado sumamente extraño a sus contemporáneos, que se consideraban a sí
mismos romanos, y a su Imperio el Imperio romano. El nombre en griego original
era Romania (Ρωμανία) o Basileía Romaíon (Βασιλεία Ρωμαίων; Imperio romano),
traducción directa del nombre en latín,
Imperium Romanorum. Era denominado «Imperio griego» por sus
contemporáneos de Europa occidental (debido al predominio en él del idioma, la
cultura y la población griegas). En el mundo islámico fue conocido como روم (Rûm,
'tierra de los Romanos') y sus habitantes como rumis, calificativo que
por extensión acabó aplicándose a los cristianos en general, y en especial a
aquellos que se mantuvieron fieles a su fe en los territorios conquistados por
el islam.
El adjetivo «bizantino» adquirió después un sentido
despectivo, como sinónimo de «decadente», debido a la obra de historiadores
como Edward Gibbon,
William Lecky
o el propio Arnold J. Toynbee, quienes, comparando la
civilización bizantina con la Antigüedad clásica, vieron la historia del
Imperio bizantino como un prolongado período de decadencia. Influyó seguramente
también en esta apreciación el punto de vista de los cruzados
de los reinos de Europa occidental que visitaron el Imperio
desde finales del siglo XI.
La visión de los bizantinos como hombres sutiles y
frívolos sobrevive en la expresión «discusión bizantina», en referencia a
cualquier disputa apasionada sobre una cuestión intrascendente, seguramente
basada en las interminables controversias teológicas
sostenidas por los intelectuales bizantinos.1
Identidad, continuidad y conciencia
Bizancio puede ser definido como un Imperio multiétnico que emergió
como un Estado cristiano y terminó sus más de 1000 años de
historia en 1453 como un Estado griego ortodoxo,
adquiriendo un carácter verdaderamente nacional. Los bizantinos se
identificaban a sí mismos como romanos,
y continuaron usando el término cuando se convirtió en sinónimo de helenos.
Prefirieron llamarse a sí mismos, en griego,
romioi (es decir, pueblo griego cristiano con ciudadanía romana), al
tiempo que desarrollaban una conciencia nacional como residentes de Romania.
El patriotismo se reflejaba en la literatura,
particularmente en canciones y en poemas como el Digenis
Acritas, en el que las poblaciones fronterizas (de combatientes
llamados akritai)
se enorgullecían de defender su país contra los invasores. Con el tiempo, el
patriotismo se volvió local, porque no podía ya descansar en la protección de
los ejércitos imperiales. Aun cuando los antiguos griegos no fueran cristianos,
los bizantinos se enorgullecían de estos ancestros.
Aún en los siglos que siguieron a las conquistas árabes y
lombardas del siglo VII y la consecuente reducción del Imperio a los Balcanes y
Asia Menor, donde residía una muy poderosa y superior población griega,
continuó este carácter multiétnico. A pesar de todo, desde el siglo IX se
agudizó el proceso de identificación con la antigua
cultura griega.
A medida que avanzó la Edad Media pasaron de referirse a
sí mismos como romioi ('romanos') a helenoi (que tenía
connotaciones paganas tanto como el de romios) o graekos
('griego'), término que fue usado frecuentemente por los bizantinos (tanto como
romioi) para su autoidentificación étnica, en especial en los últimos
años del Imperio.
La disolución del Estado bizantino en el siglo XV no
deshizo inmediatamente la sociedad bizantina. Durante la ocupación otomana,
los griegos continuaron identificándose como romanos y helenos, identificación
que sobrevivió hasta principios del siglo XX y que aún persiste en la moderna
Grecia.
Historia.
Para asegurar el control del Imperio
romano y hacer más eficiente su administración, el emperador Diocleciano,
a finales del siglo III,
instituyó el régimen de gobierno conocido como tetrarquía,
consistente en la división del Imperio en dos partes, gobernadas por dos
emperadores augustos, cada uno de los cuales llevaba
asociado un «vice-emperador» y futuro heredero césar. Tras la abdicación de Diocleciano el
sistema perdió su vigencia y se abrió un período de guerras civiles que no
concluyó hasta el año 324,
cuando Constantino I el Grande unificó ambas
partes del Imperio.
Constantino reconstruyó la ciudad de Bizancio
como nueva capital en 330.
La llamó «Nueva Roma», pero se la conoció popularmente como Constantinopla ('La
Ciudad de Constantino'). La nueva administración tuvo su centro en la ciudad,
que gozaba de una envidiable situación estratégica y estaba situada en el nudo
de las más importantes rutas comerciales del Mediterráneo oriental.
Constantino fue también el primer emperador en adoptar el
cristianismo,
religión que fue incrementando su influencia a lo largo del siglo IV
y terminó por ser proclamada por el emperador Teodosio I,
a finales de dicha centuria, religión oficial del Imperio.
Imperio
romano oriental en el 480.
A la muerte del emperador Teodosio I,
en 395, el Imperio
se dividió definitivamente: Flavio
Honorio, su hijo menor, heredó Occidente, con capital en Roma,
mientras que a su hijo mayor, Arcadio, le correspondió Oriente, con capital en
Constantinopla. Para la mayoría de los autores, es a partir de este momento
cuando comienza propiamente la historia del Imperio bizantino. Mientras que la
historia del Imperio romano de Occidente concluyó en 476, cuando fue depuesto
el joven Rómulo Augústulo por el germano (del grupo hérulo)
Odoacro,
en cambio la historia del Imperio bizantino se prolongó aún, durante casi un
milenio.
Historia temprana
En tanto que el Imperio de Occidente se hundía de forma
definitiva, los sucesores de Teodosio fueron capaces de conjurar las sucesivas
invasiones de pueblos bárbaros que amenazaron el Imperio de Oriente. Los visigodos
fueron desviados hacia Occidente por el emperador Arcadio
(395-408). Su sucesor, Teodosio II (408-450) reforzó las murallas de
Constantinopla, haciendo de ella una ciudad inexpugnable (de hecho, no sería
conquistada por tropas extranjeras hasta 1204), y logró evitar la
invasión de los hunos
mediante el pago de tributos hasta que se disgregaron y acabaron de representar
un peligro tras la muerte de Atila, en 453. Por su parte, Zenón (474-491) evitó la invasión del rey ostrogodo
Teodorico el Grande, dirigiéndolo hacia Italia, contra
el reino establecido por Odoacro.
La unidad religiosa fue amenazada por las herejías
que proliferaron en la mitad oriental del Imperio, y que pusieron de relieve la
división en materia doctrinal entre las cuatro principales sedes orientales:
Constantinopla, Antioquía, Jerusalén
y Alejandría.
Ya en 325,
el Concilio de Nicea había condenado el arrianismo
que negaba la divinidad de Cristo. En 431, el Concilio de Éfeso declaró herético el nestorianismo.
La crisis más duradera, sin embargo, fue la causada por la herejía monofisista
que afirmaba que Cristo sólo tenía una naturaleza, la divina. Aunque fue
también condenada por el Concilio de Calcedonia, en 451, había ganado
numerosos adeptos, sobre todo en Egipto y Siria,
y todos los emperadores fracasaron en sus intentos de restablecer la unidad
religiosa. En este período se inicia también la estrecha asociación entre la
Iglesia y el Imperio: León I (457-474) fue el primer emperador
coronado por el patriarca de Constantinopla.
A finales del siglo V,
durante el reinado del emperador Anastasio I, el peligro que suponían las invasiones bárbaras parecía definitivamente
conjurado. Los pueblos germánicos, ya asentados en el desaparecido Imperio de
Occidente, estaban demasiado ocupados consolidando sus respectivas monarquías
como para interesarse por Bizancio.
La época de Justiniano
Durante el reinado de Justiniano I
(527-565), el Imperio llegó al
apogeo de su poder. El emperador se propuso restaurar las fronteras del antiguo
Imperio romano, para lo que, una vez restaurada la seguridad de la frontera
oriental tras la victoria del general Belisario
frente al expansionismo persa de Cosroes I
en la batalla de Dara (530), emprendió una serie
de guerras de conquista en Occidente:
Entre 533 y 534,
tras sendas victorias en Ad Decimum y Tricamarum, un Ejército al mando de
Belisario conquistó el reino vándalo, ubicado en la antigua provincia romana de África y
las islas del Mediterráneo Occidental (Cerdeña,
Córcega
y las Baleares).
El territorio, una vez pacificado, fue gobernado por un funcionario denominado magister
militum. En 535
Mundus
ocupó Dalmacia.
Ese mismo año Belisario avanzó hacia Italia, llegando en 536 hasta Roma tras ocupar
el sur de Italia. Tras una breve recuperación de los ostrogodos (541-551), un nuevo ejército
bizantino, comandado esta vez por Narsés, anexionó nuevamente Italia,
creándose el exarcado de Rávena. En 552 los bizantinos
intervinieron en disputas internas de la Hispania
visigoda y anexionaron al Imperio extensos territorios del sur de la
Península Ibérica, llamándola Provincia de Spania. La presencia bizantina en
Hispania se prolongó hasta el año 620.
Justiniano
en los mosaicos de la iglesia de San Vital en Rávena.
La época de Justiniano no sólo destaca por sus éxitos
militares. Bajo su reinado, Bizancio vivió una época de esplendor cultural, a
pesar de la clausura de la Academia de Atenas, destacando, entre otras
muchas, las figuras de los poetas Nono de Panópolis y Pablo
Silenciario, el historiador Procopio, y el filósofo Juan Filopón.
Entre 528
y 533, una comisión nombrada
por el emperador codificó el Derecho
romano en el Corpus Iuris Civilis, permitiendo así
la transmisión a la posteridad de uno de los más importantes legados del mundo
antiguo. Otra recopilación legislativa: el Digesto,
dirigido por Triboniano, fue publicado en 533. El esplendor de la
época de Justiniano encuentra su mejor ejemplo en una de las obras
arquitectónicas más célebres de la historia del Arte, la iglesia de Santa Sofía, construida durante
su reinado por los arquitectos Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto.
Dentro de la capital se quebrantó el poder de los
partidos del circo,
donde las carreras de cuadrigas habían devenido en una diversión popular que
levantaba pasiones. De hecho, eran usadas políticamente, expresando el color de
cada equipo divergencias religiosas (un precoz ejemplo de movilizaciones
populares usando colores políticos). La Iglesia reconoció al
señor de Constantinopla como rey-sacerdote y restauró la relación con Roma.
Surgió una nueva Iglesia de la Divina Sabiduría como signo y símbolo de un
esplendor magnífico y majestuoso.
Las campañas de Justiniano en Occidente y el coste de
estos actos de esplendor imperial dejaron exhausta la hacienda imperial y
precipitaron al Imperio en una situación de crisis, que llegaría a su punto
culminante a comienzos del siglo VII. La necesidad de más financiación
permitió que su odiado ministro de hacienda, Juan de Capadocia, impusiera
mayores y nuevos impuestos a los ciudadanos de Bizancio. La revuelta de Niká (534) estuvo a punto de
provocar la huida del emperador, que evitó la emperatriz Teodora
con su famosa frase la púrpura es un glorioso sudario.2
Así mismo, un desastre se cernió sobre el Imperio en el año 543 d.C. Se trataba de la Peste de Justiniano. Se cree que provocada por
el bacilo Yersinia pestis. Sin duda fue un elemento
clave que contribuyó a agudizar la grave crisis económica que ya sufría el
Imperio. Se estima que un tercio de la población de Constantinopla pereció por
su causa.
El repliegue de Bizancio
Los siglos VII y VIII
constituyen en la historia de Bizancio una especie de «Edad Oscura» acerca de
la cual se tiene muy escasa información. Es un período de crisis, del cual, a
pesar de las tremendas dificultades externas (el hostigamiento del Islam que conquistó las
regiones más ricas, los continuos ataques de búlgaros
y eslavos
desde el norte y el reanudamiento de la lucha contra los persas en el este) e
internas (las luchas entre iconoclastas e iconódulos,
símbolo de los enfrentamientos internos entre poder temporal y religioso), el
Imperio salió transformado y reforzado.
Justino II trató de seguir los pasos de su tío
y su misma mente sucumbió bajo el intolerable peso de administrar un Imperio
amenazado desde varios frentes. Su sucesor, Tiberio II
abandonó la política militar de Justiniano y permitió que Italia cayera bajo el
poder de los lombardos
y los bárbaros ocuparan el Tiber, y se replegó a África. Mauricio llegó a hacer un tratado
favorable con Persia (590),
volvió una vez más a la defensa de las fronteras del norte, pero el Ejército se
negó a soportar las inclemencias de la campaña y Mauricio perdió con el trono
la vida. Con Focas, las invasiones de los persas, de los
bárbaros y las luchas internas estuvieron a punto de destruir al Imperio. Sin
embargo, la revolución de algunas provincias logró salvarlo.
Amenazas exteriores
Desde África, donde era más fuerte el elemento latino,
zarpó Heraclio
para rescatar a los últimos restos del Imperio romano. Este viaje era a sus
ojos una empresa religiosa y durante todo su reinado ese interés fue capital.
El siglo VII comienza con la crisis provocada por la espectacular ofensiva del
monarca persa Cosroes II
que, con sus conquistas en Egipto, Siria y Asia Menor, llegó a amenazar la existencia
misma del Imperio. Esta situación fue aprovechada por otros enemigos de
Bizancio, como los ávaros y eslavos, que pusieron sitio a Constantinopla en
626. El emperador Heraclio
fue capaz, tras una guerra larga y agotadora, de conjurar este peligro,
repeliendo el asalto de ávaros y eslavos, y derrotando definitivamente a los
persas en 628.
En su guerra contra los persas, Heraclio fue capaz de replegarlos hasta el
corazón de su patria y debilitarlos al punto que no fueron capaces de
sobrevivir el ataque árabe sucesivo. En su misión de salvar el Imperio y
consolidarlo tuvo un gran respaldo por parte de la Iglesia.
Sin embargo, apenas unos años después, entre 633 y 645, la rápida expansión musulmana arrebataba para siempre al
Imperio, exhausto por la guerra contra Persia, las provincias de Siria, Palestina y Egipto. Pero el Imperio de Heraclio
sobrevivió a los ataques árabes (aunque perdiendo casi toda su romanidad y
tomando características completamente helenísticas en el área
balcánico-anatólica), mientras que los Persas fueron conquistados totalmente
por los Árabes.
A mediados del siglo VII, las fronteras se estabilizaron.
Los árabes continuaron presionando, llegando incluso a amenazar la capital, pero
la superioridad naval bizantina, reforzada por su magníficas fortificaciones
navales y su monopolio del «fuego griego» (un producto químico capaz de
arder bajo el agua) salvó al Imperio bizantino de la destrucción.
En la frontera occidental, el Imperio se ve obligado a
aceptar desde la época de Constantino IV (668-685) la creación dentro de
sus fronteras, en la provincia de Moesia, del reino independiente de Bulgaria.
Además, pueblos eslavos fueron instalándose en los Balcanes,
llegando incluso hasta el Peloponeso. En Occidente, la invasión de los lombardos
hizo mucho más precario el dominio bizantino sobre Italia.
La querella iconoclasta
Entre los años 726 y 843 el Imperio bizantino fue
desgarrado por las luchas internas entre los iconoclastas,
partidarios de la prohibición de las imágenes religiosas, y los iconódulos,
contrarios a dicha prohibición. La primera época iconoclasta se prolongó desde
726, año en que León III (717-741) suprimió el culto a las
imágenes, hasta 783, cuando fue restablecido por el II Concilio de Nicea. La segunda etapa
iconoclasta tuvo lugar entre 813 y 843. En este año fue restablecida
definitivamente la ortodoxia.
Los cronistas no pueden negar que los soberanos
iconoclastas se ganaron la admiración y el respeto de sus vasallos y hasta la
popularidad.
No fue un simple debate teológico entre iconoclastas e
iconódulos, sino un enfrentamiento interno desatado por el patriarcado de Constantinopla, apoyado por
el emperador León III, que pretendía acabar con la
concentración de poder e influencia política y religiosa de los poderosos
monasterios y sus apoyos territoriales (puede imaginarse su importancia viendo
cómo ha sobrevivido hasta la actualidad el Monte Athos,
fundado más de un siglo después, en 963).3
Según algunos autores, el conflicto iconoclasta refleja también la división
entre el poder estatal —los emperadores, la mayoría partidarios de la iconoclasia—,
y el eclesiástico —el patriarcado de Constantinopla, en general iconódulo—;
también se ha señalado que mientras en Asia Menor
los iconoclastas constituían la mayoría, en la parte europea del Imperio eran
más predominantes los iconódulos.
Transformaciones
La recuperación de la autoridad imperial y la mayor
estabilidad de los siglos siguientes trajo consigo también un proceso de helenización,
es decir, de recuperación de la identidad griega frente a la oficial entidad
romana de las instituciones, cosa más posible entonces, dada la limitación y
homogeneización geográfica producida por la pérdida de las provincias, y que
permitía una organización territorial militarizada y más fácilmente
gestionable: los temas (themata) con la adscripción a la tierra de
los militares en ellos establecidos, lo que produjo formas similares al feudalismo
occidental. A principios del siglo IX, el Imperio había sufrido varias
transformaciones importantes:
- Uniformización cultural y religiosa: la pérdida frente al Islam de las provincias de Siria, Palestina y Egipto trajo como consecuencia una mayor uniformidad. Los territorios que el Imperio conservaba a mediados del siglo VII eran de cultura fundamentalmente griega. El latín fue definitivamente abandonado en favor del griego. Ya en 629, durante el reinado de Heraclio, está documentado el uso del término griego basileus en lugar del latín augustus. En el aspecto religioso, la incorporación de estas provincias al Islam dio por concluida la crisis monofisita, y en 843 el triunfo de los iconódulos supuso por fin la unidad religiosa.
- Reorganización territorial: en el siglo VII —probablemente en época de Constante II (641-668)— el Imperio fue dotado de una nueva organización territorial para hacer más eficaz su defensa. El territorio bizantino se organizó en los themata, distritos militares que eran al mismo tiempo circunscripciones administrativas, y cuyo gobernador y jefe militar, el estrategos, gozaba de una amplia autonomía.
- Ruralización: la pérdida de las provincias del Sur, donde más desarrollo habían alcanzado la artesanía y el comercio, implicó que la economía bizantina pasara a ser esencialmente agraria. La irrupción del Islam en el Mediterráneo a partir del siglo VIII dificultó las rutas comerciales. Decreció la población y la importancia de las ciudades en el conjunto del Imperio, en tanto que empezaba a desarrollarse una nueva clase social, la aristocracia latifundista, especialmente en Asia Menor.
La mayoría de estas transformaciones se dio como
consecuencia de la pérdida de las provincias de Egipto, Siria y Palestina, que
fueron arrebatadas por el Islam.
Renacimiento macedónico
El final de las luchas iconoclastas supone una importante
recuperación del Imperio, visible desde el reinado de Miguel III
(842-867), último emperador de la dinastía Amoriana, y, sobre todo, durante los
casi dos siglos (867-1056) en que Bizancio fue regido por la Dinastía Macedónica. Este período es
conocido por los historiadores como «renacimiento macedónico».
Política exterior
Durante estos años, la crisis en que se ve sumido el Califato
Abasí, principal enemigo del Imperio en Oriente, debilita
considerablemente la ofensiva islámica. Sin embargo, los nuevos Estados musulmanes
que surgieron como resultado de la disolución del califato (principalmente los aglabíes
del Norte de África y los fatimíes de Egipto), lucharon duramente contra los bizantinos
por la supremacía en el Mediterráneo oriental. A lo largo del siglo IX, los
musulmanes arrebataron definitivamente Sicilia al Imperio. Creta ya había sido
conquistada por los árabes en 827. El siglo X
fue una época de importantes ofensivas contra el Islam, que permitieron
recuperar territorios perdidos muchos siglos antes: Nicéforo II Focas (963-969) reconquistó el
norte de Siria, incluyendo Antioquía (969), así como Creta (961) y Chipre (965).
El gran enemigo occidental del Imperio durante esta etapa
fue el Estado búlgaro. Convertido al cristianismo a mediados del siglo IX, Bulgaria
alcanzó su apogeo en tiempos del zar Simeón I (893-927), educado en
Constantinopla. Desde 896 el Imperio estuvo obligado a pagar un tributo a
Bulgaria, y, en 913, Simeón estuvo a punto de atacar la capital. A la muerte de
este monarca, en 927, su reino comprendía buena parte de Macedonia y Tracia, junto
con Serbia
y Albania.
El poder de Bulgaria fue sin embargo declinando durante el siglo X, y, a
principios del siglo siguiente, Basilio II
(976-1025), llamado Bulgaróctonos ('Matador de búlgaros') invadió
Bulgaria y la anexionó al Imperio, dividiéndola en 4 temas.
Mapa del
Imperio durante el reinado de Basilio II.
Uno de los hechos más decisivos, y de efectos más
duraderos, de esta época fue la incorporación de los pueblos
eslavos a la órbita cultural y religiosa de Bizancio. En la segunda
mitad del siglo IX, los monjes de Tesalónica
Cirilo y
Metodio fueron enviados a evangelizar Moravia
a petición de su monarca, Ratislav I. Para llevar a cabo su tarea
crearon, partiendo del dialecto eslavo hablado en Tesalónica, una lengua
literaria, el antiguo eslavo eclesiástico o litúrgico,
así como un nuevo alfabeto para ponerla por escrito, el alfabeto glagolítico (luego sustituido por
el alfabeto cirílico). Aunque la misión en Moravia
fracasó, a mediados del siglo X se produjo la conversión de la Rus de Kiev,
quedando así bajo la influencia bizantina un Estado más amplio y extenso que el
propio Imperio.
Las relaciones con Occidente fueron tensas desde la
coronación de Carlomagno (800) y las pretensiones de sus sucesores al título
de emperadores romanos y al dominio sobre Italia. Durante toda esta etapa, a
pesar de la pérdida de Sicilia, el Imperio siguió teniendo una enorme
influencia en el sur de Italia. Las tensiones con Otón I,
quien pretendía expulsar a los bizantinos de Italia, se
resolvieron mediante el matrimonio de la princesa bizantina Teófano, sobrina del emperador bizantino Juan I Tzimiscés, con Otón II.
Política religiosa
Tras la resolución del conflicto iconoclasta, se restauró
la unidad religiosa del Imperio. No obstante, hubo de hacerse frente a la
herejía de los paulicianos, que en el siglo IX llegó a tener
una gran difusión en Asia Menor, así como a su rebrote en Bulgaria, la doctrina
bogomilita.
Durante esta época fueron evangelizados los búlgaros.
Esta expansión del cristianismo oriental provocó los recelos de Roma, y a
mediados del siglo IX estalló una grave crisis entre el patriarca de
Constantinopla, Focio
y el papa Nicolás I, quienes se excomulgaron mutuamente,
produciéndose una primera separación de las iglesias oriental y occidental que
se conoce como Cisma de Focio. Además de la rivalidad por la
primacía entre las sedes de Roma y Constantinopla, existían algunos desacuerdos
doctrinales. El Cisma de Focio fue, sin embargo, breve, y hacia 877 las
relaciones entre Oriente y Occidente volvieron a la normalidad.
La ruptura definitiva con Roma se consumó en 1054, con motivo de una
disputa sobre el texto del Credo, en el que los teólogos latinos habían
incluido la cláusula filioque, significando así, en contra
de la tradición de las iglesias orientales, que el Espíritu
Santo procedía no sólo del Padre,
sino también del Hijo. Existía también desacuerdo en otros
muchos temas menores, y subyacía, sobre todo, el enfrentamiento por la primacía
entre las dos antiguas capitales del Imperio.
Declive del Imperio (1056-1261)
Emperador Manuel I
Comneno (1143-1180).
Tras el período de esplendor que supuso el Renacimiento
Macedónico, en la segunda mitad del siglo XI comenzó un período de crisis,
marcado por su debilidad ante la aparición de dos poderosos nuevos enemigos:
los turcos
selyúcidas y los reinos cristianos de Europa occidental; y por la
creciente feudalización
del Imperio, acentuada al verse forzados los emperadores Comneno
a realizar cesiones territoriales (denominadas pronoia)
a la aristocracia y a miembros de su propia familia.4
En la frontera oriental, los turcos selyúcidas, que hasta
el momento habían centrado su interés en derrotar al Egipto fatimí,
empezaron a hacer incursiones en Asia Menor, de donde procedía la mayor parte
de los soldados bizantinos. Con la inesperada derrota en la batalla de Manzikert (1071) del emperador Romano IV
a manos de Alp Arslan,
sultán de los turcos selyúcidas, culminando así la hegemonía bizantina en Asia
Menor. Los intentos posteriores de los emperadores Commenos por reconquistar
los territorios perdidos serán totalmente infructuosos. Más aún, un siglo
después, Manuel I Comneno sufriría otra humillante
derrota frente a los selyúcidas en Miriocéfalo en 1176.
En Occidente, los normandos
expulsaron de Italia a los bizantinos en unos pocos años (entre 1060 y 1076), y
conquistaron Dyrrachium, en Iliria, desde donde pretendían abrirse camino hasta
Constantinopla. La muerte de Roberto
Guiscardo en 1085 evitó que estos planes se llevasen a efecto. Sin
embargo, pocos años después, la Primera Cruzada
se convertiría en un quebradero de cabeza para el emperador Alejo I
Comneno. Se discute si fue el propio emperador el que solicitó la
ayuda de Occidente para combatir contra los turcos. Aunque teóricamente se
habían comprometido a poner bajo la autoridad de Bizancio los territorios
sometidos, los cruzados terminaron por establecer varios Estados independientes
en Antioquía, Edesa, Trípoli y Jerusalén.
La
situación en la primera mitad del siglo XIII.
Los alemanes del Sacro Imperio
y los normandos de Sicilia y el sur de Italia siguieron atacando el Imperio
durante el siglo XII.
Las ciudades-Estado y repúblicas italianas como Venecia y Génova, a las cuales Alejo I había concedido
derechos comerciales en Constantinopla, se convirtieron en los objetivos de
sentimientos anti-occidentales debido al resentimiento existente hacia los
francos o latinos. A los venecianos en especial les importunaron sobremanera
dichas manifestaciones del pueblo bizantino, teniendo en cuenta que su flota de
barcos era la base de la marina bizantina.
Federico I Barbarroja (emperador del Sacro
Imperio) intentó conquistar sin éxito el Imperio durante la Tercera
Cruzada, pero fue la cuarta
la que tuvo el efecto más devastador sobre el Imperio bizantino en siglos. La
intención expresa de la Cruzada era conquistar Egipto y los bizantinos,
creyendo que no había posibilidades de vencer a Saladino
(sultán
de Egipto y Siria y principal enemigo de los cruzados instalados en Tierra Santa),
inicialmente decidieron mantenerse neutrales, aunque al final ofrecieron
200.000 marcos de plata y todos los medios para que los cruzados llegaran a
Egipto. Sin embargo, la codicia por parte de los venecianos y de los jefes
cruzados de los tesoros de Constantinopla hizo que venecianos y cruzados no
respetaran el acuerdo y tomaran por asalto Constantinopla el 13 de abril del 1204. Tras 3 días de
pillaje y destrucción de importantes obras de arte, por primera vez desde su
fundación por Constantino I, más de 800 años antes, la ciudad había sido tomada
por un ejército extranjero, dando origen al efímero Imperio
Latino (1204-1261).
El Imperio
hacia 1265.
El poder bizantino pasó a estar permanentemente
debilitado. En este tiempo, Serbia, bajo Esteban
Dushan, de la Dinastía Nemanjić, se fortaleció aprovechando el
desmoronamiento de Bizancio, iniciando un proceso que culminaría cuando en 1346 se constituyera el Imperio
Serbio.
Tres Estados griegos herederos del Imperio bizantino
permanecieron fuera de la órbita del recientemente creado Imperio Latino —el Imperio de
Nicea, el Imperio de Trebisonda, y el Despotado de Epiro. El primero, controlado por
la Dinastía Paleólogo, reconquistó Constantinopla
en 1261
y derrotó al Epiro, revitalizando el Imperio pero prestando demasiada atención
a Europa
cuando la creciente penetración de los turcos en Asia Menor constituía el
principal problema.
El final: el sitio turco
La historia del Imperio bizantino tras la reconquista de
la capital por Miguel VIII Paleólogo es la de una
prolongada decadencia. En el lado oriental el avance turco redujo casi a la
nada los dominios asiáticos del Imperio, convertido en algunas etapas en
vasallo de los otomanos, mientras en los Balcanes debió competir con los
Estados griegos y latinos que habían surgido a raíz de la conquista de
Constantinopla en 1204, y en el Mediterráneo la superioridad naval veneciana
dejaba muy pocas opciones a Constantinopla. Además, durante el siglo XIV
el Imperio, convertido en uno más de numerosos Estados balcánicos, debió
afrontar la terrible revuelta de los almogávares
de la Corona de Aragón y dos devastadoras guerras
civiles.
Durante un tiempo el Imperio sobrevivió simplemente
porque selyúcidas, mongoles y persas safávidas
estaban demasiado divididos para poder atacar, pero finalmente los turcos
otomanos invadieron todo lo que quedaba de las posesiones bizantinas a
excepción de un número de ciudades portuarias. (Los otomanos —núcleo originario
del futuro Imperio otomano— procedían de uno de los
sultanatos escindidos del Estado selyúcida bajo el mando de un líder llamado Osmán I
Gazi, que daría el nombre a la dinastía otomana u osmanlí).
El Imperio
bizantino hacia 1400.
El Imperio apeló a Occidente en busca de ayuda, pero los
diferentes Estados ponían como condición la reunificación de la iglesia
católica y la ortodoxa. La unidad de las iglesias fue considerada, y
ocasionalmente llevada a cabo por decreto legal, pero los ciudadanos ortodoxos
no aceptarían el catolicismo romano. Algunos combatientes occidentales llegaron
en auxilio de Bizancio, pero muchos prefirieron dejar al Imperio sucumbir, y no
hicieron nada cuando los otomanos conquistaron los territorios restantes.
Constantinopla fue en un principio desestimada en pos de
su conquista debido a sus poderosas defensas, pero con el advenimiento de los
cañones, las murallas —que habían sido impenetrables excepto para la Cuarta
Cruzada durante más de 1.000 años— ya no ofrecían la protección adecuada frente
a los otomanos. La Caída de Constantinopla finalmente se
produjo después de un sitio de 2 meses llevado a cabo por Mehmet II
el 29 de mayo de 1453. El último emperador bizantino, Constantino
XI Paleólogo, fue visto por última vez cuando entraba en combate con
las tropas de jenízaros de los sitiadores otomanos, que superaban de manera
aplastante a los bizantinos. Mehmet II también conquistó Mistra en 1460 y Trebisonda en 1461.
Mundo bizantino
Son muy pocos los datos que pueden permitirnos calcular
la población del Imperio bizantino. J.C. Russell estima que a finales del siglo
IV la población total del Imperio romano de Oriente era de unos 25 millones,
repartidos en un área de aproximadamente 1.600.000 km². Hacia el siglo IX, sin embargo, tras la
pérdida de las provincias de Siria, Egipto y Palestina y la crisis de población
del siglo VI,
habitarían el Imperio alrededor de 13 millones de personas en un territorio de
745.000 km².
Hacia el siglo XIII, con las importantes mermas
territoriales sufridas por el Imperio, no es probable que el basileus
rigiese los destinos de más de 4.000.000 de personas. Desde entonces el
territorio del Imperio —y, por ende, su población— fue decreciendo rápidamente
hasta la caída de Constantinopla en 1453.
Las mayores concentraciones de población estuvieron
siempre en la parte asiática del Imperio, especialmente en el litoral egeo
de Asia Menor.
En cuanto a las ciudades, el crecimiento de
Constantinopla fue espectacular en los siglos IV y V. Mientras que la capital
de Occidente, Roma, había declinado considerablemente desde el siglo II,
en que llegó a tener un millón y medio de habitantes, hasta el siglo V, con
sólo unos 100.000, Constantinopla, que en el momento de su fundación contaba
escasamente con 30.000 habitantes, llegó en época de Justiniano a los 400.000.
Pero Constantinopla no era la única gran ciudad del
Imperio. La población de Alejandría en esa misma época se ha estimado en torno
a los 300.000 habitantes, algo mayor que Antioquía
(unos 250.000), seguida de otras ciudades como Éfeso,
Esmirna,
Pérgamo,
Trebisonda,
Edesa,
Nicea,
Tesalónica,
Tebas
y Atenas.
El siglo VI supuso un importante retroceso de la urbanización
debido tanto a las guerras como a una desdichada sucesión de epidemias y
catástrofes naturales. En el siglo siguiente, tras la pérdida de Siria,
Palestina, Egipto y Cartago, sólo quedaron dos grandes ciudades en el Imperio: la
capital y Tesalónica. Parece que la población de Constantinopla decreció
considerablemente durante los siglos VI y VII (a causa, entre otras razones, de
la peste)
y sólo comenzó a recuperarse a mediados del siglo VIII. Se estima que su
población sería de 300.000 habitantes durante el renacimiento macedónico, y de
no menos de 500.000 bajo la dinastía Comnena.
En los últimos tiempos del Imperio las ciudades sufrieron
un pronunciado declive. Se estima que en el momento de su conquista por los
turcos la población de la capital estaba en torno a los 50.000 habitantes, y la
de la segunda ciudad del Imperio, Tesalónica, alrededor de los 30.000.
Economía
Como en el resto del mundo en la Edad Media,
la principal actividad económica era la agricultura
que estaba organizada en latifundios, en manos de la nobleza y el clero. Cultivaban los
cereales, frutos, las hortalizas y otros alimentos vegetales.
La principal industria era la textil,
basada en talleres de seda
estatales, que empleaban a grandes cantidades de operarios. El Imperio dependía
por completo del comercio con Oriente para el abastecimiento de seda, hasta que
a mediados del siglo VI unos monjes desconocidos —quizá nestorianos—
lograron llevar capullos de gusanos de seda a Justiniano. El Imperio comenzó a
producir su propia seda —principalmente en Siria—, y su fabricación fue un
secreto celosamente guardado y desconocido en el resto de Europa hasta al menos
el siglo XII.
Hay que destacar la gran importancia del comercio. Por su
situación geográfica, el Imperio bizantino fue un intermediario necesario entre
Oriente y el Mediterráneo, al menos hasta el siglo VII, cuando el Islam se
apoderó de las provincias meridionales del Imperio. Era especialmente
importante la posición de la capital, que controlaba el paso de Europa a Asia, y al dominar el Estrecho del Bósforo, los intercambios
entre el Mediterráneo (desde donde se accedía a Europa occidental) y el Mar Negro
(que enlazaba con el Norte de Europa y Rusia).
Existían 3 rutas principales que enlazaban el Mediterráneo con el Extremo
Oriente:
- El camino más corto atravesaba Persia, y luego Asia Central (Samarcanda, Bujará). Se conoce como Ruta de la Seda.
- Una segunda ruta, mucho más difícil, evitaba Persia, e iba del Mar Negro, a través de los puertos de Crimea, al Caspio, y de ahí a Asia Central. Esta ruta fue abierta en época de Justino II.
- Por mar, desde la costa de Egipto, a través del Mar Rojo y del Océano Índico, aprovechando los monzones, hasta Sri Lanka. Esta ruta marítima posibilitaba no sólo el comercio con la India, sino también con el reino de Aksum, en la actual Eritrea. Una pormenorizada relación de las vicisitudes de esta ruta se encuentra en la obra del viajero Cosmas Indicopleustes. El comercio bizantino por esta ruta desapareció cuando en el siglo VII se perdieron las provincias meridionales del Imperio.
El comercio bizantino entró en decadencia durante los
siglos XI y XII, a causa de las ruinosas concesiones que se hicieron a Venecia,
y, en menor medida, a Génova y a Pisa.
Un importante elemento en la economía del Imperio fue su moneda, el sólido bizantino y el besante,
de extendido prestigio en el comercio mundial de la época.
El emperador
El jefe supremo del Imperio bizantino era el emperador
(basileus), que dirigía el Ejército, la Administración, y tenía el poder
religioso. Cada emperador tenía la potestad de elegir a su sucesor, al que
asociaba a las tareas de gobierno confiriéndole el título de césar. En algún momento de la historia de
Bizancio (concretamente, durante el reinado de Romano I
Lecapeno) llegó a haber hasta 5 césares simultáneos.
El sucesor no era necesariamente hijo del emperador. En
muchos casos, la sucesión fue de tío a sobrino (Justiniano, por ejemplo,
sucedió a su tío Justino I y fue sucedido por su sobrino Justino II).
Otros personajes llegaron a la dignidad imperial a través del matrimonio, como Nicéforo II
o Romano IV.
Si bien el emperador elegía a su sucesor, fueron muchos
los que llegaron al poder al ser proclamados emperadores por el Ejército (como Heraclio I
o Alejo I
Comneno), o gracias a las intrigas cortesanas, a veces aderezadas
con numerosos crímenes. Para evitar que los emperadores depuestos y sus
familiares reivindicaran el trono eran con frecuencia cegados y, en ocasiones,
castrados, y confinados en monasterios. Un caso peculiar es el de Justiniano II,
llamado Rhinotmetos ('Nariz cortada'), a quien el usurpador Leoncio
cortó la nariz y envió al destierro, aunque recuperaría posteriormente su
trono. Estos crímenes atroces fueron sumamente frecuentes en la historia del
Imperio bizantino, especialmente en las épocas de inestabilidad política.
El escudo
del Imperio bizantino, cuando gobernaban los Paleólogos, hace referencia al papel político y
religioso del emperador; el águila bicéfala porta en una pata un orbe o una
cruz (la Iglesia); y en la otra, una espada (Estado).
La figura del emperador estaba especialmente relacionada
con la Iglesia, que se convirtió en un factor estabilizador, y especialmente
con el patriarca de Constantinopla. La monarquía
bizantina tenía un carácter cesaropapista —uno de los títulos del emperador era
Isapóstolos ('Igual a los Apóstoles'), y ciertas prerrogativas de su
cargo remiten al Rex sacerdos ('Rey sacerdote') de la monarquía
israelita—. El emperador y el patriarca tenían una relación de mutua
interdependencia: si bien el emperador designaba al Patriarca, era éste el que
sancionaba su acceso al poder mediante la ceremonia de coronación. Entre uno y
otro hubo en la historia de Bizancio muchos momentos de tensión, pues los
intereses del Estado diferían a veces de los de la Iglesia. En la última etapa
del Imperio, por ejemplo, cuando los emperadores, para obtener la ayuda de
Occidente frente a los turcos, intentaron restaurar la unidad religiosa de su
iglesia con la de Roma, se encontraron con la tenaz resistencia de los
patriarcas.
Una de las principales bazas del emperador era su control
sobre una eficaz administración, que se regía por el Corpus Iuris Civilis, recopilado en
época de Justiniano. La organización territorial se basaba, desde el siglo VII,
en los themata ('temas'), provincias al mando de un strategos
o general.
Ejército
El Ejército bizantino fue durante siglos el más poderoso
de Europa. Heredero del Ejército
romano, en los siglos III y IV fue sustancialmente reformado,
desarrollando sobre todo la caballería
pesada (catafracta),
de origen sármata.
La armada bizantina tuvo un papel preponderante en la
hegemonía del Imperio, gracias a sus ágiles embarcaciones, llamadas dromones
(dromos) y al uso de armas secretas como el «fuego griego».
La superioridad naval de Bizancio le proporcionó el dominio del Mediterráneo
oriental hasta el siglo XI, cuando empezó a ser sustituida por el incipiente
poder de algunas ciudades-estado italianas, especialmente Venecia.
En un primer momento existían dos tipos de tropas: los limitanei
(guarniciones de frontera) y los comitatenses. A partir del siglo VII el
Imperio fue organizado en themata, circunscripciones tanto
administrativas como militares dirigidas por un strategos, cuya
existencia mejoró sustancialmente la capacidad defensiva de Bizancio frente a
sus numerosos enemigos exteriores.
En la defensa de Bizancio jugó un importante papel la
hábil diplomacia de sus emperadores. Los pagos de tributos mantuvieron mucho
tiempo alejados a los enemigos del Imperio, y su servicio de espionaje logró
salvar situaciones que parecían desesperadas.
Una de las debilidades del Ejército bizantino, que fue
acentuándose con el tiempo, fue la necesidad de recurrir a tropas mercenarias,
de fidelidad dudosa. Entre los cuerpos mercenarios más conocidos está la famosa
guardia
varega. La crisis más terrible que los mercenarios causaron en el
Imperio fue seguramente la revuelta de los almogávares,
en el siglo XIV.
El arte de la estrategia alcanzó un gran auge en época
bizantina, e incluso varios emperadores, como es el caso de Mauricio escribieron tratados sobre el
arte militar. Estas doctrinas ensalzaban el sigilo, la sorpresa y el liderazgo
de los comandantes.
Religión
Uno de los rasgos más característicos de la civilización
bizantina es la importancia de la religión y del estamento eclesiástico en su
ideología oficial, Iglesia y Estado, emperador y patriarca,
se identificaron progresivamente, hasta el punto de que el apego a la verdadera
fe (la «ortodoxia») fue un importante factor de cohesión política y social en
el Imperio bizantino, lo que no impidió que surgieran numerosas corrientes
heréticas.
El cristianismo primitivo tuvo un desarrollo
mucho más rápido en Oriente que en Occidente. Es muy significativo el hecho de
que el Concilio de Calcedonia reconociera en 451 cinco grandes patriarcados,
de los cuales sólo uno (Roma) era occidental; los otros cuatro (Constantinopla,
Jerusalén, Alejandría y Antioquía) pertenecían al Imperio de Oriente. De todos ellos,
el principal fue el Patriarcado de Constantinopla, cuya sede
estaba en la capital del Imperio. Las otras tres sedes fueron separándose
paulatinamente de Constantinopla, primero a causa de la herejía
monofisita, duramente perseguida por varios emperadores; luego, con
motivo de la invasión del Islam en el siglo VII, las sedes de Alejandría, Antioquía
y Jerusalén quedaron definitivamente bajo dominio musulmán.
Durante el siglo VII, hubo algunos intentos de la Iglesia
Ortodoxa por atraerse a los monofisitas, mediante posturas religiosas
intermedias, como el monotelismo, defendido por Heraclio I
y su nieto Constante II. Sin embargo, en los años 680 y 681, en el III Concilio de Constantinopla
se retornó definitivamente a la ortodoxia.
La Iglesia Ortodoxa sufrió otra crisis importante con el
movimiento iconoclasta, primero entre los años 730 y 787,
y luego entre 815 y 843. Se enfrentaron dos grupos religiosos: los
iconoclastas, partidarios de la prohibición del culto a las imágenes o iconos, y los iconódulos,
que defendían esta práctica. Los iconos fueron prohibidos por León III comenzando así las más agrias
disputas. Esto no se resolvió hasta que la emperatriz Irene convocó el II
Concilio de Nicea en 787
que reafirmó los iconos. Esta emperatriz consideró una alianza con Carlomagno
que hubiera unido ambas mitades de la Cristiandad, pero que fue desestimada.
El movimiento iconoclasta resurgió en el siglo IX, siendo
derrotado definitivamente en 843. Todos estos conflictos internos no ayudaron a resolver el
cisma que se estaba produciendo entre Occidente y Oriente.
En el siglo IX destaca la figura del patriarca Focio, que por primera vez
rechazó el primado de Roma, abriendo una historia de desencuentros que
culminaría en 1054, con el llamado Cisma de Oriente y Occidente. Focio se
esforzó también en equiparar el poder del patriarca al del emperador, postulando
una especie de diarquía o gobierno compartido.
El cisma contribuyó, sin embargo, a la transformación de
la Iglesia Ortodoxa en una iglesia nacional. Esto se reforzó más aún con la
humillación sufrida en 1204
por la invasión de los cruzados y el traslado temporal de la sede patriarcal a Nicea.
Durante el siglo XIV se desarrolló una importante
corriente religiosa, conocida como hesicasmo
(del griego hesychía, que puede traducirse como 'quietud' o
'tranquilidad'). El hesicasmo defendía el recogimiento interior, el silencio y
la contemplación como medios de acercamiento a Dios, y se difundió sobre todo
por las comunidades monásticas. Su máximo representante fue Gregorio Palamás, monje de Athos
que llegaría a ser arzobispo de Tesalónica.
Desde finales del siglo XIII hubo varios intentos de
volver a la unidad religiosa con Roma: en 1274, en 1369 y en 1438, para conseguir la
ayuda occidental frente a los turcos. Sin embargo, ninguno de estos intentos
llegó a prosperar.
Cultura y arte
Lengua y literatura
En los orígenes del Imperio bizantino existió una
situación de diglosia
entre el latín y el griego. El primero era la lengua de la administración
estatal, en tanto que el griego era la lengua hablada y el principal vehículo
de expresión literaria. La Iglesia y la educación utilizaban también el griego.
A esto debe añadirse que algunas regiones del Imperio empleaban otras lenguas,
como el arameo y su variante el siríaco
en Siria y Palestina, y el copto en Egipto.
Con el tiempo, el latín fue definitivamente desplazado
por el griego, que se convirtió también en la lengua de la administración
imperial. Es significativo que ya en época de Heraclio
el título de Augustus, en latín, haya sido sustituido por el de basiléus,
en griego. El latín, sin embargo, continuó apareciendo en inscripciones y en
monedas hasta el siglo XI.
La invasión del Islam y la pérdida de las
provincias orientales propiciaron una mayor helenización del Imperio. El griego
hablado en el Imperio era el resultado de la evolución del griego helenístico,
y suele denominarse griego medieval o griego bizantino. Existían
grandes diferencias entre el lenguaje literario, deliberadamente arcaico, y el
lenguaje hablado, la koiné popular, muy rara vez utilizada en la literatura.
La literatura, como en general la cultura bizantina en
todos sus aspectos, se caracteriza por tres elementos: helenismo,
cristianismo
e influjo oriental. Helenismo porque continúa la tradición de la Grecia clásica
pese a los intentos romanizadores de Justiniano
y su sobrino Justino II, que sólo alcanzaron al derecho.
Cristianismo porque esa fue desde Constantino la religión
del Imperio, a pesar de la oposición intelectual hasta bien entrado el siglo
VI; influjo oriental por la estrecha relación con pueblos asiáticos y
africanos.
La literatura bizantina cuenta con un poema épico
en griego popular, el de Digenis
Akritas, y con líricos de primer orden como Teodoro Pródromo. Posee unos géneros
característicos, como los bestiarios, volucrarios, lapidarios
y las novelas bizantinas (Estacio Macrembolita: Los
amores de Isinia e Ismino; Teodoro Pródromo, Los amores de Rodante y
Dosicles; Niceta Eugeniano, Las
aventuras de Drusilla y Caricles y Constantino Manasés, Aventuras de Aristandro
y Calitea). Fue especialmente fecunda en escritores teológicos (como, por
ejemplo, Eneas de Gaza), cristológicos y hagiográficos.
Repercutió en particular en la literatura occidental la historia de Barlaam
y Josafat, divulgada por todo Occidente, en la cual se encuentran alusiones
a la vida de Buda.
La historia tuvo representantes eminentes, como Procopio de Cesarea, secretario que fue del
célebre general Belisario durante el reinado de Justiniano
y a la vez panegirista del emperador en los seis libros de sus Historias
y su detractor en la llamada Historia secreta. En la lírica
destaca el género del epigrama con figuras como Pablo
Silenciario y Agatías, este último antologista e historiador del periodo que
siguió a Justiniano. Jorge de Pisidia compuso poesía épica y
epigramas. Existe un interesante libro de viajes de Cosmas Indicopleustes. Del siglo VII
destaca un historiador, Simocata, que no llegó a la importancia de
Procopio; en este siglo se hizo famoso el poeta Romano el Mélodo, autor de himnos religiosos. Entre
el siglo VIII y el XI se compila la ya mencionada epopeya
nacional Digenis Acritas, compuesta en una lengua
semiculta; también se elaboran epopeyas sobre las hazañas de Alejandro
Magno y se componen enciclopedias
como la Suda,
de no siempre acendrada veracidad. Se recopiló en esta época el más importante corpus
de epigramática griega que se conserva, la Antología Palatina. El cristianismo entra
en el género tradicional pagano con la obra del monje Teodoro
Estudita y de la monja poetisa Casia. Algunos
emperadores se dedicaron a las letras, como León VI el Sabio, que fue poeta, así como su
hijo, Constantino VII Porfirogéneta. San Juan Damasceno compuso tratados teológicos
y polémicos en oscuro estilo; el citado Teodoro escribe también sobre la
cuestión iconoclasta, así como obras ascéticas
y de exégesis.
En el último periodo, desde finales del XI, existe una
gran cantidad de literatura polémica religiosa, pero también escriben Focio y Miguel
Psellos sobre temas más variados y se propicia un renacimiento de
las letras griegas, renacimiento que pasó a Europa con la dispersión de los
eruditos bizantinos por la Península Itálica tras la conquista de
Constantinopla por los otomanos. En Italia renacerá el estudio del griego y el Humanismo
y de ahí pasará al resto del mundo. Juan Tzetzés
escribe poemas didácticos y eruditos. El epigrama alcanza cumbres en Cristóbal de Mitilene o Juan Mauropo.
Se escriben novelas
en Grecia y proliferan los bestiarios y lapidarios,
y crónicas como la célebre Crónica de Morea, que mandó traducir al aragonés el gran maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén
Juan Fernández de Heredia. El inquieto e
inconformista poeta Teodoro Pródromo escribe cuatro poemas
satíricos en la lengua popular y escribe su Catomiomaquia, o Lucha de los
Gatos contra los Ratones a modo de parodia
épica. Hay excelentes historiadores que dejan testimonio de las Cruzadas,
como los hermanos Miguel y sobre todo Nicetas
Acominato, Paquimeras, Nicéforo Briennio o su
mujer Ana Comneno,
princesa imperial autora de La Alexiada,
historia de su padre Alejo I Comneno. Durante la época de los Paleólogos la literatura entra en decadencia
pero después surge con fuerza la filología.
Arquitectura
La arquitectura bizantina es heredera de la arquitectura romana y la arquitectura paleocristiana. Es una
arquitectura esencialmente religiosa, aunque no faltaron los edificios civiles
de importancia. Muestra una marcada predilección por el ladrillo como material
de construcción (aunque disimulado por lajas de piedra en el exterior y por
suntuosos mosaicos en el interior). Aunque utiliza la columna (destaca la
sustitución del ábaco por el cimacio),
su innovación más característica es el uso sistemático de la cubierta
abovedada. Los tipos de bóveda más utilizados son la de cañón y la de arista, pero destaca sobre todo la cúpula,
con su característica base sobre pechinas (aunque también se empleó ocasionalmente la cúpula
sobre trompas). En cuanto a la planta, la más
frecuente en los templos es la de cruz griega, con una cúpula en la intersección de las naves.
Es frecuente que los templos, además del cuerpo de nave principal, posean un atrio o narthex, de
origen paleocristiano, y el presbiterio precedido de iconostasio,
llamada así porque sobre este cerramiento calado se colocaban los iconos
pintados.
En la historia del arte y la arquitectura bizantinos
suelen distinguirse tres períodos o «Edades de Oro». La Primera Edad de Oro
tiene su momento más representativo en la época de Justiniano, y sus edificios
más destacados son la iglesia de los Santos Sergio y Baco,
la de Santa Irene y, sobre todo, la de Santa Sofía, todas ellas en Constantinopla.
La Segunda Edad de Oro coincide con el
renacimiento macedónico (siglos IX, X y XI). Sigue siendo la iglesia de planta
central cubierta con cúpula el modelo fundamental. Son frecuentes las iglesias
de planta de cruz griega inscrita en un cuadrado, con los brazos de la cruz
cubiertos con bóvedas de cañón, y cinco cúpulas, una en el centro y otras
cuatro en los ángulos. El prototipo era la Nueva Iglesia (Nea)
construida por Basilio I, hoy desaparecida. Algunas iglesias
destacadas son la iglesia de los Santos Apóstoles
en Constantinopla, Santa Catalina de Salónica,
la catedral de Atenas
y la basílica de San Marcos de Venecia.
La Tercera Edad de Oro comienza tras la
recuperación de Constantinopla en 1261. Es una época de difusión de las formas bizantinas, tanto
hacia el Norte (Rusia) como hacia Occidente. Las novedades de este período son
más bien decorativas que estructurales. Destacan iglesias como Santa María
Pammakaristos en Constantinopla, las iglesias del monte Athos
o el conjunto de iglesias de Mistra, en el Peloponeso.
Escultura
El estilo bizantino quedó definido a partir del siglo VI.
Anteriormente dominaba el estilo romano tardío, aún en la misma Constantinopla,
según lo evidencian diversas estatuas erigidas por toda la ciudad. No obstante,
otros monumentos de la época iniciaban ya el gusto bizantino, como Disco de
Teodosio de Madrid que ostenta en bajorrelieve las figuras del
emperador y su corte (393).
El estilo bizantino en escultura debe considerarse como
una derivación del romano, bajo la influencia asiática. Le caracterizan, en
general, cierto amaneramiento, uniformidad y rigidez o falta de naturalidad en
las figuras junto con la gravedad la cual suele consistir en esmaltes, en
imitaciones de piedras y sartas de perlas, en trazos geométricos y en follaje
estilizado o desprovisto de naturalidad.
Cultivó el arte bizantino muy poco el bulto redondo pero
abundó en relieves sobre marfil, plata y bronce y no abandonó del todo el uso
de camafeos y entalles en piedras finas. En los relieves, como en las pinturas
y mosaicos se presentan las figuras mirando de frente.
Mosaicos
De la cultura romana Bizancio heredó la decoración
mediante mosaicos
que llegaron a su máximo esplendor con este imperio. Los mosaicos eran figuras
formadas por pequeños trozos de piedra o vidrio coloreado (llamadas también teselas).
Seguían estrictas normas para ilustrar pasajes de la vida de los emperadores y
escenas religiosas. Estas últimas cubrían las murallas y cielos rasos de las
iglesias.
De esa habilidad alcanzada con respecto a los mosaicos
resurge el interés de los vidrieros de Bizancio por la imitación de las piedras
preciosas, con lo que llegaron a alcanzar una habilidad tan grande que
resultaba bastante difícil poder distinguirlas de las auténticas.
Pintura
Música
La música bizantina, de carácter normalmente religioso,
estaba fuertemente emparentada con el canto
gregoriano.
Legado
El Imperio bizantino fue un Imperio multicultural, que
nació como cristiano y heredero de la tradición romana, comprendiendo la zona
de Oriente y que desapareció en 1453 como un reino griego ortodoxo.
El escritor británico Robert Byron lo describió como el resultado de
una triple fusión: un cuerpo romano, una mente griega y un alma oriental.
Bizancio fue la única potencia estable en la Edad Media.
Su influencia sirvió de factor estabilizador en Europa, sirviendo de barrera
contra la presión de las conquistas de los ejércitos musulmanes y actuando como
enlace hacia el pasado clásico y su antigua legitimidad.
La caída del Imperio fue traumática, tanto que durante mucho
tiempo se consideró 1453 como la división entre la Edad Media y la Edad Moderna.
El conquistador otomano, Mehmet II, y sus sucesores se consideraron a sí
mismos herederos legítimos de los emperadores bizantinos hasta el
derrumbamiento del Imperio otomano, a principios del siglo XX.
Sin embargo, el papel del emperador bizantino como cabeza de la ortodoxia
oriental fue reclamado por los grandes duques de Moscú empezando por Iván III. Su nieto Iván IV el
Terrible se convertiría en el primer zar de Rusia (el título de zar
proviene del latín caesar, 'césar'). Sus sucesores apoyaron la
idea que Moscú
era la heredera legítima de Roma y Constantinopla, la Tercera Roma — una idea
mantenida por el Imperio ruso hasta su propio fin a principios
del siglo XX.
Desde el punto de vista comercial, Bizancio era el punto
de partida de la Ruta de la Seda, el eje económico que unía Europa con Oriente,
importando materias de lujo como seda y especias. La interrupción de esta ruta
con motivo de la desaparición del Imperio bizantino provocó la búsqueda de
nuevas rutas comerciales, llegando españoles y portugueses a América y África
en busca de rutas alternativas. Los portugueses, que acabaron la Reconquista
antes y dispusieron de los recursos necesarios con antelación crearon un
Imperio atlántico que permitía alcanzar la India al circunnavegar África. Los
españoles, posteriormente, patrocinarían a Cristóbal Colón y a los conquistadores,
que supondrían la creación de un imperio que transformaría a España en la
primera potencia mundial.
Bizancio desempeñó un papel inestimable para la
conservación de los textos clásicos, tanto en el mundo islámico como en la
Europa occidental, donde sería clave para el Renacimiento.
Su tradición historiográfica fue una fuente de información sobre los logros del
mundo clásico. Hasta tal punto fue así, que se cree que el resurgir cultural,
económico y científico del siglo XV no hubiera sido posible sin las bases establecidas en
la Grecia bizantina.
La influencia de Bizancio en asuntos como la teología
sería vital para pensadores europeos como Santo Tomás de
Aquino. Asimismo se ha de mencionar que el Imperio fue clave en la
extensión del cristianismo, que definiría Europa durante siglos. De los cuatro
mayores focos de esta religión, tres (Jerusalén, Antioquía
y Constantinopla) se hallaban en su territorio y hasta que no aconteció el cisma de
Oriente fue su mayor foco espiritual. También fue responsable de la
evangelización de los pueblos eslavos, gracias a misioneros tan célebres como Cirilo y
Metodio, que evangelizaron a los pueblos eslavos y desarrollaron un
sistema de escritura que aún hoy en día se sigue utilizando en muchos países,
el alfabeto cirílico. Por último es notable su
influencia en las iglesias copta, etíope, y la de armenia
1453)
La decadencia del Imperio (1056-1261)
Tras el
período de esplendor que supuso el renacimiento macedónico, en la segunda mitad
del siglo XI comenzó un período de crisis, marcado por la creciente
feudalización del Imperio y su debilidad ante la aparición de dos poderosos
nuevos enemigos: los turcos selyúcidas y los reinos cristianos de Europa
Occidental.
En la
frontera oriental, los turcos selyúcidas, que hasta el momento habían centrado
su interés en derrotar al Egipto fatimí, empezaron a hacer incursiones en Asia
Menor, de donde procedía la mayor parte de los soldados del Imperio. Con la
inesperada derrota en la batalla de
Manzikert (1071) del emperador Romano IV Diógenes a manos de Alp
Arslan, sultán de los turcos selyúcidas, terminó la hegemonía bizantina en Asia
Menor. Los intentos posteriores de los emperadores Commenos por reconquistar
los territorios perdidos se revelarán siempre infructuosos. Más aún, un siglo
después, Manuel I Comneno sufriría otra humillante derrota frente a los
selyúcidas en Myriokephalon en 1176.
En Occidente,
los normandos expulsaron de Italia a los bizantinos en unos pocos años (entre
1060 y 1076), y conquistaron Dyrrachium, en Iliria, desde donde pretendían
abrirse camino hasta Constantinopla. La muerte de Roberto Guiscardo en 1085
evitó que estos planes se llevasen a efecto. Sin embargo, pocos años después,
la Primera Cruzada se convertiría en un quebradero de cabeza para el emperador
Alejo I Comneno. Se discute si fue el propio emperador el que solicitó la ayuda
de Occidente para combatir contra los turcos. Aunque teóricamente se habían
comprometido a poner bajo la autoridad de Bizancio los territorios sometidos,
los cruzados terminaron por establecer varios estados independientes en
Antioquía, Edesa, Trípoli y Jerusalén.
Los alemanes
del Sacro Imperio Romano y los normandos de Sicilia y el sur de Italia
siguieron atacando el Imperio durante el siglo XII. Las ciudades-estado y
republicas italianas como Venecia y Génova, a las cuales Alejo había concedido
derechos comerciales en Constantinopla, se convirtieron en los objetivos de
sentimientos antioccidentales debido al resentimiento existente hacia los
francos o latinos. A los venecianos en especial les importunaron sobremanera
dichas manifestaciones del pueblo bizantino, teniendo en cuenta que su flota de
barcos era la base de la marina bizantina.
Federico
Barbarroja (emperador del Sacro Imperio Romano) intentó conquistar
sin éxito el Imperio durante la Tercera Cruzada, pero fue la cuarta la que tuvo
el efecto más devastador sobre el Imperio Bizantino en siglos. La intención
expresa de la cruzada era conquistar Egipto y los bizantinos, creyendo que no
había posibilidades de vencer a Saladino (sultán de Egipto y Siria y principal
enemigo de los cruzados instalados en Tierra Santa), decidieron mantenerse
neutrales.
La reticencia
bizantina a implicarse en la Cruzada, la toma del control de la expedición por
parte de los venecianos puesto que sus dirigentes no podían pagar el transporte
de las tropas y la codicia por parte de los jefes cruzados de los tesoros de
Constantinopla hicieron que los cruzados tomaran por asalto Constantinopla en
1204, dando origen al efímero Imperio Latino (1204-1261). Por primera vez desde
su fundación por Constantino, más de 800 años antes, la ciudad había sido
tomada por un ejército extranjero. El poder bizantino pasó a estar
permanentemente debilitado.
En este
tiempo, el reino serbio, bajo la dinastía Nemanjic, se fortaleció aprovechando
el desmoronamiento de Bizancio, iniciando un proceso que culminaría cuando en
1346 se constituyera el Imperio Serbio.
Tres estados
griegos herederos del Imperio Bizantino permanecieron fuera de la órbita del
recientemente creado Imperio Latino —el Imperio de Nicea, el Imperio de
Trebisonda, y el Despotado de Epiro. El primero, controlado por la Dinastía
Paleólogo, reconquistó a los latinos Constantinopla en 1261 y derrotó a Epiro,
revitalizando el Imperio pero prestando demasiada atención a Europa cuando la
creciente penetración del los turcos en Asia Menor constituía el principal
problema.
La caída de Constantinopla
La historia
de Bizancio tras la r
econquista de la capital por Miguel VIII Paleólogo es la
de una prologada decadencia. En el lado oriental el avance turco redujo casi a
la nada los dominios asiáticos del Imperio, convertido en algunas etapas en
vasallo de los otomanos, en los Balcanes debió competir con los estados griegos
y latinos que habían surgido a raíz de la conquista de Constantinopla en 1204,
y en el Mediterráneo la superioridad naval veneciana dejaba muy pocas opciones
a Constantinopla. Además, durante el siglo XIV el Imperio, convertido en uno
más de numerosos estados balcánicos, debió afrontar la terrible revuelta de los
almogávares catalanes y dos devastadoras guerras civiles.
Durante un
tiempo el Imperio sobrevivió simplemente porque selyúcidas, mongoles y persas
safávidas estaban demasiado divididos para poder atacar, pero finalmente los
turcos otomanos invadieron todo lo que quedaba de las posesiones bizantinas a
excepción de un número de ciudades portuarias. (Los otomanos procedían de uno
de los sultanatos —núcleo originario del futuro Imperio otomano— escindidos del
estado selyúcida bajo el mando de un líder llamado Osman I Gazi— que daría el
nombre de la dinastía otomana u osmanlí).
El Imperio
apeló a Occidente en busca de ayuda, pero los diferentes estados ponían como
condición la reunificación de la iglesia católica y la ortodoxa. La unidad de
las iglesias fue considerada, y ocasionalmente llevada a cabo por decreto
legal, pero los ciudadanos ortodoxos no aceptarían el catolicismo romano.
Algunos combatientes occidentales llegaron en auxilio de Bizancio, pero muchos
prefirieron dejar al Imperio sucumbir, y no hicieron nada cuando los otomanos
conquistaron los territorios restantes. Constantinopla fue en un principio
desestimada en pos de su conquista debido a sus poderosas defensas, pero con el
advenimiento de los cañones, las murallas —que había sido impenetrables excepto
para la Cuarta Cruzada durante más de 1000 años— ya no ofrecían la protección
adecuada frente a los turcos Otomanos. La Caída de Constantinopla finalmente se
produjo después de un sitio de dos meses llevado a cabo por Mehmet II el 29 de
mayo de 1453. El último emperador Bizantino, Constantino XI Paleologo, fue
visto por última vez cuando entraba en combate con las tropas de jenízaros de
los sitiadores otomanos, que superaban de manera aplastante a los bizantinos.
Mehmet II también conquistó Mistra en 1460 y Trebisonda en 1461.
El Imperio bizantino
es el sucesor inmediato del Imperio romano, concretamente del Imperio romano de
Oriente, expresión esta última que también se utiliza en ocasiones para
denominarle. Tras sobrevivir a la desaparición del Imperio romano de Occidente
en el siglo V, su capital será la ciudad de Constantinopla (la antigua
Bizancio) y su hegemonía se prolongará hasta la captura otomana de ésta en
1453. Aunque se suele acercar su fundación a la de la propia Constantinopla
(330), no es incorrecto considerar que el Imperio romano de Oriente (y por
tanto su heredero historiográfico, el bizantino) comienza en el 395, con la
subida al trono de Arcadio, uno de los hijos del último emperador que gobernó
un Imperio romano unido, Teodosio I el Grande. Inicialmente comprendía el sureste
de Europa, el suroeste de Asia y el noreste de África. Sus emperadores llevaron
a cabo una síntesis de las instituciones tardorromanas, del cristianismo
ortodoxo y de la cultura y lengua griegas. Aunque en el siglo VI, Justiniano I
reconquistó el norte de África, Italia, Sicilia, Cerdeña y algunas zonas de la
península Ibérica, la influencia imperial en los Balcanes fue decayendo por las
invasiones eslavas, en tanto que la expansión del islam arrebataría a los
bizantinos Palestina, Siria, Mesopotamia y Egipto. A principios del siglo XI,
los Selyúcidas invaden la mayor parte del Asia Menor, al tiempo que el Imperio
pierde sus últimas posesiones en Italia (arrebatadas en el siglo VII por los
visigodos las que tenía en la península Ibérica) y se separa del occidente
cristiano a causa del cisma abierto entre la Iglesia ortodoxa y el Papado.
Aunque el occidente europeo respondió con la primera Cruzada al avance
Selyúcida, la decadencia bizantina vendrá precipitada por las propias Cruzadas
y se acrecentará con la expansión otomana, que a mediados del siglo XV pondrá
fin a la existencia del Imperio con la captura de Constantinopla.