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martes, 15 de octubre de 2013

EDAD CONTEMPORANEA



Edad Contemporánea


La carga de los mamelucos, de Francisco de Goya, 1814, representa un episodio del levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Los pueblos europeos, convertidos en protagonistas de su propia historia y a los que se les había proclamado sujetos de la soberanía, no acogieron favorablemente la imposición de la libertad que suponía la extensión de los ideales revolucionarios franceses mediante la ocupación militar del ejército napoleónico. Más adelante, en toda la extensión de la Edad Contemporánea, la base popular de los movimientos sociales y políticos no implicaba su orientación progresista, sino que penduló de un extremo a otro del espectro político.


Pittsburgh en 1857. La Edad Contemporánea generó un nuevo tipo de paisaje industrial y urbano de gran impacto en la naturaleza y en las condiciones de vida. La revolución de los transportes y de las comunicaciones permitió que la unidad de la economía-mundo lograda en la Edad Moderna se aproximara más aún al acortar el tiempo de los desplazamientos y aumentar su regularidad.
Le Démolisseur, de Paul Signac, 1897-1899. Además de ser una obra estéticamente vanguardista (técnica del puntillismo), la elección consciente de un protagonista anónimo y su tratamiento visual heroico conducen a su lectura alegórica: las masas derriban el orden antiguo antes de construir el nuevo.

Podemos hacerlo, indica un cartel de propaganda (1942, durante la Segunda Guerra Mundial) que estimula el esfuerzo bélico mediante el trabajo de la mujer, un paso decisivo en su emancipación.

Mujeres de Afganistán, en el año 2003, usando el burka, el velo tradicional que hubiera deseado suprimirse junto con otras opresiones durante la república socialista (durante la cual se inició la guerra civil); pasó a ser obligatorio como parte de la re-islamización durante el régimen de los talibanes (1996-2001), y sigue siendo en la actualidad una de las piedras de toque con mayor valor mediático para la intervención internacional en la actual guerra.
Edad Contemporánea es el nombre con el que se designa el periodo histórico comprendido entre la Revolución francesa y la actualidad. Comprende un total de 224 años, entre 1789 y el presente. La humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las sociedades más avanzadas (el llamado primer mundo) y aún en curso para la mayor parte (los países subdesarrollados y los países recientemente industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de los seres humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades sociales y espaciales y dejan planteadas para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.[1]
Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales (los privilegiados) y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo (el movimiento obrero), en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad.
La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte contemporáneo y la literatura contemporánea (liberados por el romanticismo de las sujeciones académicas y abiertos a un público y un mercado cada vez más amplios) se han visto sometidos al impacto de los nuevos medios de comunicación de masas (tanto los escritos como los audiovisuales), lo que les provocó una verdadera crisis de identidad que comenzó con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha superado.[]
En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y político),[] puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la modernidad o más bien significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado.
En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado liberal europeo clásico, surgido tras la crisis del Antiguo Régimen. El Antiguo Régimen había sido socavado ideológicamente por el ataque intelectual de la Ilustración (L'Encyclopédie, 1751) a todo lo que no se justifique a las luces de la razón por mucho que se sustente en la tradición, como los privilegios contrarios a la igualdad (la de condiciones jurídicas, no la económico-social) o la economía moral[4] contraria a la libertad (la de mercado, la propugnada por Adam Smith -La riqueza de las naciones, 1776). Pero, a pesar de lo espectacular de las revoluciones y de lo inspirador de sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad (con la muy significativa adición del término propiedad), un observador perspicaz como Lampedusa pudo entenderlas como la necesidad de que algo cambie para que todo siga igual: el Nuevo Régimen fue regido por una clase dirigente (no homogénea, sino de composición muy variada) que, junto con la vieja aristocracia incluyó por primera vez a la pujante burguesía responsable de la acumulación de capital. Esta, tras su acceso al poder, pasó de revolucionaria a conservadora,[5] consciente de la precariedad de su situación en la cúspide de una pirámide cuya base era la gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.
En el siglo XX este equilibrio inestable se fue descomponiendo, en ocasiones mediante violentos cataclismos (comenzando por los terribles años de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918), y en otros planos mediante cambios paulatinos (por ejemplo, la promoción económica, social y política de la mujer). Por una parte, en los países más desarrollados, el surgimiento de una poderosa clase media, en buena parte gracias al desarrollo del estado del bienestar o estado social (se entienda este como concesión pactista al desafío de las expresiones más radicales del movimiento obrero, o como convicción propia del reformismo social) tendió a llenar el abismo predicho por Marx y que debería llevar al inevitable enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente combatido, aunque con éxito bastante limitado, por sus enemigos de clase, enfrentados entre sí: el anarquismo y el marxismo (dividido a su vez entre el comunismo y la socialdemocracia). En el campo de la ciencia económica, los presupuestos del liberalismo clásico fueron superados (economía neoclásica, keynesianismo -incentivos al consumo e inversiones públicas para frente a la incapacidad del mercado libre para responder a la crisis de 1929- o teoría de juegos -estrategias de cooperación frente al individualismo de la mano invisible-). La democracia liberal fue sometida durante el período de entreguerras al doble desafío de los totalitarismos estalinista y fascista (sobre todo por el expansionismo de la Alemania nazi, que llevó a la Segunda Guerra Mundial).[]
En cuanto a los estados nacionales, tras la primavera de los pueblos (denominación que se dio a la revolución de 1848) y el periodo presidido por la unificación alemana e italiana (1848-1871), pasaron a ser el actor predominante en las relaciones internacionales, en un proceso que se generalizó con la caída de los grandes imperios multinacionales (español desde 1808 hasta 1898; ruso, austrohúngaro y turco en 1918, tras su hundimiento en la Primera Guerra Mundial) y la de los imperios coloniales (británico, francés, holandés, belga tras la Segunda). Si bien numerosas naciones accedieron a la independencia durante los siglos XIX y XX, no siempre resultaron viables, y muchos se sumieron en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, a veces provocados por la arbitraria fijación de las fronteras, que reprodujeron las de los anteriores imperios coloniales. En cualquier caso, los estados nacionales, después de la Segunda Guerra Mundial, devinieron en actores cada vez menos relevantes en el mapa político, sustituidos por la política de bloques encabezados por los Estados Unidos y la Unión Soviética. La integración supranacional de Europa (Unión Europea) no se ha reproducido con éxito en otras zonas del mundo, mientras que las organizaciones internacionales, especialmente la ONU, dependen para su funcionamiento de la poco constante voluntad de sus componentes.
La desaparición del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo XXI, en que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades,[7] personales o individuales,[8] colectivas o grupales,[9] muchas veces competitivas entre sí (religiosas, sexuales, de edad, nacionales, estéticas,[10] culturales, deportivas, o generadas por una actitud -pacifismo, ecologismo, altermundialismo- o por cualquier tipo de condición, incluso las problemáticas -minusvalías, disfunciones, pautas de consumo-). Particularmente, el consumo define de una forma tan importante la imagen que de sí mismos se hacen individuos y grupos que el término sociedad de consumo ha pasado a ser sinónimo de sociedad contemporánea.[11]

Modernidad: ruptura y continuidad

Un pequeño y sucio, pero eficaz barco de vapor conduce al desguace al buque de guerra Téméraire. Sus años de gloria han pasado. (Cuadro de J. M. W. Turner).
La denominación "Edad Contemporánea" es un añadido reciente a la tradicional periodización histórica de Cristóbal Celarius, que utilizaba una división tripartita en Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna; y se debe al fuerte impacto que las transformaciones posteriores a la Revolución francesa tuvieron en la historiografía europea continental (especialmente la francesa o la española), que les impulsó a proponer un nombre diferente para lo que entendían como estructuras antagónicas: las del Antiguo Régimen anterior y las del Nuevo Régimen posterior. Sin embargo, esa discontinuidad no parece tan marcada para los historiadores anglosajones, que prefieren utilizar el término Later o Late Modern Times o Age ("Últimos Tiempos Modernos", "Edad Moderna Tardía" o "Edad Moderna Posterior"), contrastándolo con el término Early Modern Times o Age ("Tempranos Tiempos Modernos", "Edad Moderna Temprana" o "Edad Moderna Anterior"), mientras que restringen el uso de Contemporary Age para el siglo XX, especialmente para su segunda mitad.[12]
La cuestión de si hubo más continuidad o más ruptura entre la Edad Moderna y la Contemporánea depende, por tanto, de la perspectiva. Si se define la modernidad como el desarrollo de una cosmovisión con rasgos derivados de los valores del antropocentrismo frente a los del teocentrismo medieval (concepciones del mundo centradas en el hombre o en Dios, respectivamente): idea de progreso social, de libertad individual, de conocimiento a través de la investigación científica, etc.; entonces es claro que la Edad Contemporánea es una continuación e intensificación de todos estos conceptos. Su origen estuvo en la Europa Occidental de finales del siglo XV y comienzos del XVI, donde surgió el Humanismo, el Renacimiento y la Reforma Protestante; y se acentuaron durante la denominada crisis de la conciencia europea de finales del siglo XVII, que incluyó la Revolución Científica y preludió a la Ilustración. Las revoluciones de finales del XVIII y comienzos del XIX pueden entenderse como la culminación de las tendencias iniciadas en el período precedente. La confianza en el ser humano y en el progreso científico y tecnológico se plasmó a partir de entonces en una filosofía muy característica: el positivismo; y en los diversos planteamientos religiosos que van del secularismo al agnosticismo, al ateísmo o al anticlericalismo. Sus manifestaciones ideológicas fueron muy dispares, desde el nacionalismo hasta el marxismo pasando por el darwinismo social y los totalitarismos de signo opuesto; aunque las formulaciones políticas y económicas del liberalismo fueron las dominantes, incluyendo notablemente la doctrina de los derechos humanos que, desarrollada a partir de elementos anteriores, dio forma a la democracia contemporánea y se fue extendiendo (como predijo un notable estudio de Alexis de Tocqueville -La democracia en América, 1835-) hasta llegar a ser el ideal más universalmente aceptado de forma de gobierno, con notables excepciones.
Sin embargo, fue la evidencia del triunfo de las fuerzas de la modernidad lo que hizo que precisamente en la Edad Contemporánea se desarrollara un discurso paralelo de crítica a la modernidad, que en su vertiente más radical desembocó en el nihilismo. Es posible seguir el hilo de esta crítica a la modernidad en el romanticismo y su búsqueda de las raíces históricas de los pueblos; en la filosofía de Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche y posteriores movimientos (irracionalismo, vitalismo, existencialismo, escuela de Frankfurt);[13] en los rasgos más experimentales del arte contemporáneo y la literatura contemporánea que, no obstante, reivindican para sí la condición de literatura o arte moderno (expresionismo, surrealismo, teatro del absurdo); en concepciones teóricas como la postmodernidad; y en la violenta resistencia que, tanto desde el movimiento obrero como desde posturas radicalmente conservadoras, se opuso a la la gran transformación[14] de economía y sociedad. Superar el ideal ilustrado de progreso y confianza optimista en las capacidades del ser humano, implicaba una noción progresista y de confianza en la capacidad del ser humano que efectúa esa crítica, por lo que esas "superaciones de la modernidad" fueron de hecho nuevas variantes del discurso moderno.[15]

La "Era de la Revolución" (1776-1848)

En los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX se derrumba el Antiguo Régimen de una forma que fue percibida por los contemporáneos como una aceleración del ritmo temporal de la historia, que trajo cambios trascendentales conseguidos tras vencer de forma violenta la oposición de las fuerzas interesadas en mantener el pasado: todos ellos requisitos para poder hablar de una revolución, y de lo que para Eric Hobsbawm es La Era de la Revolución.[16] Suele hablarse de tres planos en el mismo proceso revolucionario: el económico, caracterizado por el triunfo del capitalismo industrial que supera la fase mercantilista y acaba con el predominio del sector primario (Revolución industrial); el social, caracterizado por el triunfo de la burguesía y su concepto de sociedad de clases basada en el mérito y la ética del trabajo, frente a la sociedad estamental dominada por los privilegiados desde el nacimiento (Revolución burguesa); y el político e ideológico, por el que se sustituyen las monarquías absolutas por sistemas representativos, con constituciones, parlamentos y división de poderes, justificados por la ideología liberal (Revolución liberal

Revolución industrial

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Coalbrookdale de noche (Philipp Jakob Loutherbourg, 1801). La actividad incesante y la multiplicación de las nuevas instalaciones industriales, y sus repercusiones en todos los ámbitos, transformaron irreversiblemente la naturaleza y la sociedad.
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Máquina de hilados en una fábrica francesa del siglo XIX.
La revolución industrial es la segunda de las transformaciones productivas verdaderamente decisivas que ha sufrido la humanidad, siendo la primera la revolución neolítica que transformó la humanidad paleolítica cazadora y recolectora en el mundo de aldeas agrícolas y tribus ganaderas que caracterizó desde entonces los siguientes milenios de prehistoria e historia.
La transformación de la sociedad preindustrial agropecuaria y rural en una sociedad industrial y urbana se inició propiamente con una nueva y decisiva transformación del mundo agrario, la llamada revolución agrícola que aumentó de forma importante los bajísimos rendimientos propios de la agricultura tradicional gracias a mejoras técnicas como la rotación de cultivos, la introducción de abonos y nuevos productos (especialmente la introducción en Europa de dos plantas americanas: el maíz y la patata). En todos los periodos anteriores, tanto en los imperios hidráulicos (Egipto, Mesopotamia, India o China antiguas), como en la Grecia y Roma esclavistas o la Europa feudal y del Antiguo Régimen, incluso en las sociedades más involucradas en las transformaciones del capitalismo comercial del moderno sistema mundial,[17] era necesario que la gran mayoría de la fuerza de trabajo produjera alimentos, quedando una exigua minoría para la vida urbana y el escaso trabajo industrial, a un nivel tecnológico artesanal, con altos costes de producción. A partir de entonces, empieza a ser posible que los sustanciales excedentes agrícolas alimenten a una población creciente (inicio de la transición demográfica, por la disminución de la mortalidad y el mantenimiento de la natalidad en niveles altos) que está disponible para el trabajo industrial, primero en las propias casas de los campesinos (domestic system, putting-out system) y enseguida en grandes complejos fabriles (factory system) que permiten la división del trabajo que conduce al imparable proceso de especialización, tecnificación y mecanización. La mano de obra se proletariza al perder su sabiduría artesanal en beneficio de una máquina que realiza rápida e incansablemente el trabajo descompuesto en movimientos sencillos y repetitivos, en un proceso que llevará a la producción en serie y, más adelante (en el siglo XX, durante la Segunda revolución industrial), al fordismo, el taylorismo y la cadena de montaje. Si el producto es menos bello y deshumanizado (crítica de los partidarios del mundo preindustrial, como John Ruskin y William Morris), no es menos útil y sobre todo, es mucho más beneficioso para el empresario que lo consigue lanzar al mercado. Los costos de producción disminuyeron ostensiblemente, en parte porque al fabricarse de manera más rápida se invertía menos tiempo en su elaboración, y en parte porque las propias materias primas, al ser también explotadas por medios industriales, bajaron su coste. La estandarización de la producción reemplazó la exclusividad y escasez de los productos antiguos por la abundancia y el anonimato de los productos nuevos, todos iguales unos a otros.
La revolución industrial iniciada en Inglaterra a mediados del siglo XVIII se extendió sucesivamente al resto del mundo mediante la difusión tecnológica (transferencia tecnológica), primero a Europa Noroccidental y después, en lo que se denominó Segunda revolución industrial (finales del siglo XIX), al resto de los posteriormente denominados países desarrollados (especialmente y con gran rapidez a Alemania, Rusia, Estados Unidos y Japón; pero también, más lentamente, a Europa Meridional). A finales del siglo XX, en el contexto de la denominada Tercera revolución industrial, los NIC o nuevos países industrializados (especialmente China) iniciaron un rápido crecimiento industrial. No obstante, la influencia de la revolución industrial, desde su mismo inicio se extendió al resto del mundo mucho antes de que se produjera la industrialización de cada uno de los países, dado el decisivo impacto que tuvo la posibilidad de adquirir grandes cantidades de productos industriales cada vez más baratos y diversificados. El mundo se dividió entre los que producían bienes manufacturados y los que tenían que conformarse con intercambiarlos por las materias primas, que no aportaban prácticamente valor añadido al lugar del que se extraían: las colonias y neocolonias (África, Asia y América Latina, tanto antes como después de los procesos de independencia de los siglos XIX y XX).

¿Por qué Inglaterra?

La revolución industrial se originó en Inglaterra a causa de diversos factores, cuya elucidación es uno de los temas historiográficos más trascendentes.
Como factores técnicos, era uno de los países con mayor disponibilidad de las materias primas esenciales, sobre todo el carbón, mineral indispensable para alimentar la máquina de vapor que fue el gran motor de la Revolución industrial temprana, así como los altos hornos de la siderurgia, sector principal desde mediados del siglo XIX. Su ventaja frente a la madera, el combustible tradicional, no es tanto su poder calorífico como la mera posibilidad en la continuidad de suministro (la madera, a pesar de ser fuente renovable, está limitada por la deforestación; mientras que el carbón, combustible fósil y por tanto no renovable, solo lo está por el agotamiento de las reservas, cuya extensión se amplía con el precio y las posibilidades técnicas de extracción).
Como factores ideológicos, políticos y sociales, la sociedad inglesa había atravesado la llamada crisis del siglo XVII de una manera particular: mientras la Europa meridional y oriental se refeudalizaba y establecía monarquías absolutas, la guerra civil inglesa (1642-1651) y la posterior revolución gloriosa (1688) determinaron el establecimiento de una monarquía parlamentaria (definida ideológicamente por el liberalismo de John Locke) basada en la división de poderes, la libertad individual y un nivel de seguridad jurídica que proporcionaba suficientes garantías para el empresario privado; muchos de ellos surgidos de entre activas minorías de disidentes religiosos que en otras naciones no se hubieran consentido (la tesis de Max Weber vincula explícitamente La ética protestante y el espíritu del capitalismo). Síntoma importante fue el espectacular desarrollo del sistema de patentes industriales.
Como factor geoestratégico, durante el siglo XVIII Inglaterra construyó una flota naval que la convirtió (desde el tratado de Utrecht, 1714, y de forma indiscutible desde la batalla de Trafalgar, 1805) en una verdadera talasocracia dueña de los mares y de un extensísimo imperio colonial. A pesar de la pérdida de las Trece Colonias, emancipadas en la Guerra de independencia de Estados Unidos (1776-1781), controlaba, entre otros, los territorios del Subcontinente Indio, fuente importante de materias primas para su industria, destacadamente el algodón que alimentaba la industria textil, así como mercado cautivo para los productos de la metrópolis. La canción patriótica Rule Britannia (1740) explícitamente indicaba: rule the waves (gobierna las olas).
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Ironbridge.
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El líder de los ludditas. Al fondo, una fábrica incendiada. Ilustración de 1812.

La máquina de vapor, el carbón, el algodón y el hierro[editar · editar código]

La experimentación de la caldera de vapor era una práctica antigua (el griego Herón de Alejandría) que se reanudó en el siglo XVI (los españoles Blasco de Garay y Jerónimo de Ayanz) y que a finales del siglo XVII había producido resultados alentadores, aunque aún no aprovechados tecnológicamente (Denis Papin y Thomas Savery). En 1705 Thomas Newcomen había desarrollado una máquina de vapor suficientemente eficaz para extraer el agua de las minas inundadas. Tras sucesivas mejoras, en 1782 James Watt incorporó un sistema de retroalimentación que aumentaba decisivamente su eficiencia, lo que posibilitó su aplicación a otros campos. Primero a la industria textil, que había ido desarrollando previamente una revolución textil aplicada a los hilos y tejidos de algodón con la lanzadera volante (John Kay, 1733) y la hiladora mecánica (spinning Jenny de James Hargreaves -1764-, water frame de Richard Arkwright -1769, movida con energía hidráulica, aplicada en Cromford Mill desde 1771- y spinning mule o mule jenny de Samuel Crompton, 1779); y que estaba madura para la aplicación del vapor al telar mecánico (power loom de Edmund Cartwright, 1784) y otras innovaciones demandadas por los cuellos de botella a los que se forzaba a los subsectores sucesivamente afectados, poniendo a la industria textil inglesa a la cabeza de la producción mundial de telas. Luego a los transportes: el barco de vapor (Robert Fulton, 1807) y posteriormente el ferrocarril (George Stephenson, 1829), cuyo desarrollo se vio obstaculizado por los recelos sociales que suscitaba; pero que permitió extraer toda la potencialidad a las vías férreas de uso minero y tracción animal y humana que se venían utilizando extensivamente con el hierro de Coalbrookdale fundido con coque (Abraham Darby I, 1709; puente de Ironbridge, 1781). El vapor, el carbón y el hierro se aplicaron a todos los procesos productivos susceptibles de mecanización. El invento de Watt había representado el salto decisivo hacia la industrialización, e Inglaterra, la primera en hacerlo, se convirtió en el taller del mundo.
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Los comedores de patatas (Vincent van Gogh, 1885. La patata se convirtió en un alimento casi único en muchas zonas, con lo que su ausencia producía espantosas hambrunas, como el hambre de Irlanda de 1845-1849, que además originó una emigración masiva.

Oposición a los cambios

Estas novedades no siempre fueron bien acogidas. La sustitución del trabajo humano por máquinas condenaba a los trabajadores de la artesanía tradicional al desempleo si no se adaptaban a las nuevas condiciones laborales o la pérdida del control del proceso productivo si lo hacían. La resistencia contra ello condujo en algunos casos a la destrucción física de las nuevas industrias mecanizadas (ludismo). Los nuevos empresarios, liberados de las restricciones gremiales, consiguieron la ilegalización de cualquier forma de asociación de defensa de los intereses laborales, dejando únicamente en el contrato individual y el mercado libre la negociación de las condiciones de trabajo y salario. Simétricamente, tampoco se consentía la asociación de empresarios, por atentar contra el principio de libre competencia, fuente de toda prosperidad según el triunfante liberalismo económico de Adam Smith (La riqueza de las naciones, 1776). El debate historiográfico sobre si la industrialización fue un proceso más o menos perjudicial para las condiciones de vida de las clases bajas ha sido uno de los más activos, y no está resuelto.[18] No disminuyeron los puestos de trabajo, por el contrario, aumentaron, haciendo necesaria la llegada a los masificados barrios obreros del norte de Inglaterra (Mánchester, Liverpool) de masas de emigrantes del campo (de donde eran expulsados por las poor laws -leyes de pobres- y las enclosures -cercamientos-). Por el contrario, la liberalización del precio de los alimentos básicos tuvo que esperar a mediados del siglo XIX para la abolición de las Corn Laws (leyes de granos, vigentes entre 1815 y 1846) que defendían los intereses proteccionistas de los terratenientes británicos, desproporcionadamente representados en el Parlamento y combatidos por el grupo de presión del capitalismo manchesteriano. La rebaja en el nivel salarial (que David Ricardo justificó como expresión de una necesidad económica, la ley de bronce), los horarios prolongados en trabajos insalubres y la degradación social generalizada, condujeron al pauperismo (las durísimas condiciones sociales fueron retratadas en las novelas de la época, como Los miserables de Víctor Hugo, o Oliver Twist de Charles Dickens); al tiempo que también creaban las condiciones (objetivas en terminología marxista) para el surgimiento de una conciencia de clase y el inicio del movimiento obrero. También tuvieron expresión política en las revoluciones de 1830 y 1848, burguesas en su calificación social, pero con un fuerte protagonismo obrero, en particular en Francia; así como el cartismo inglés.
La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento natural en la más relajada holgazanería. Ha sido ella la primera en demostrar lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto; a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas a las migraciones de pueblos y a las Cruzadas. (...)
Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas. (...)
La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, substrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.
... ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el cultivo de continente enteros, la apertura de ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?
... toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. (...)
Las armas de que se sirvió la burguesía para derribar el feudalismo se vuelven ahora contra la propia burguesía.
Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios.
Karl Marx, Manifiesto comunista, I Burgueses y proletarios, 1848

Revolución demográfica[editar · editar código]

Otras predicciones, las de Thomas Malthus (Ensayo sobre el principio de la población, 1798), advertían de forma pesimista de la imposibilidad de mantener el inusitado crecimiento de población que estaba experimentando Inglaterra, la primera en sufrir las transformaciones propias de la transición del antiguo al nuevo régimen demográfico. A medida que se industrializaban, otras naciones se incorporaron al mismo proceso, que implicaba la disminución de la mortalidad (se habían mitigado sustancialmente dos de las principales causas de la mortalidad catastrófica -hambre y epidemias-) mientras se mantenían altas las tasas de natalidad (ni se disponía de métodos anticonceptivos eficaces ni se habían generado las transformaciones sociales que en el futuro harían deseable a las familias una disminución del número de hijos).
Uno de los efectos de todos estos cambios, así como una válvula de escape de la presión social, fue el incremento de la emigración, la llamada explosión blanca (por ser la fase de la revolución demográfica protagonizada por Europa y otras zonas de población predominantemente europea). Campesinos arruinados y obreros sin nada que perder, se veían incentivados a abandonar Europa y tentar suerte en las colonias de poblamiento (Canadá o Australia para los ingleses, Argelia para los franceses) o en las naciones independientes receptoras de inmigrantes (como Estados Unidos o Argentina); también miembros de las clases altas se incorporaban como élite dirigente en colonias de explotación (como la India, el sureste asiático o el África negra). Explícitamente los defensores del imperialismo británico, como Cecil Rhodes, veían en la inmigración a las colonias la solución a los problemas sociales y una forma de evitar la lucha de clases. De una forma similar lo interpretaron los teóricos marxistas, como Lenin y Hobson.[20] Una de las mayores emigraciones nacionales se produjo después de la gran hambruna irlandesa de 1845-1849, que despobló la isla, tanto por la mortalidad como por el masivo trasvase de población, que convirtió ciudades enteras de la costa este de Estados Unidos en ghettos irlandeses (donde sufrían la discriminación de los dominantes WASP). Otras oleadas posteriores fueron protagonizados por inmigrantes nórdicos, alemanes,[21] italianos y de Europa Oriental (sobre todo las salidas masivas, a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, de los judíos sometidos a los pogromos).

Revoluciones liberales

Contexto social, político e ideológico



Voltaire en la corte de Federico II de Prusia, de Adolph von Menzel (reconstrucción historicista, de hacia 1850; el hecho representado sucedió cien años antes).
Antes incluso de que las transformaciones ligadas a la revolución industrial inglesa afectasen de forma notable a otros países, el poder económico creciente de la burguesía chocaba en las sociedades de Antiguo Régimen (casi todas las demás europeas, a excepción de los Países Bajos) con los privilegios de los dos estamentos privilegiados que conservaban sus prerrogativas medievales (clero y nobleza). La monarquía absoluta, como su precedente la monarquía autoritaria, ya había empezado a prescindir de los aristócratas para el gobierno, llamando como ministros a miembros de la baja nobleza, letrados e incluso gentes de la burguesía, como por ejemplo Jean-Baptiste Colbert, el ministro de finanzas de Luis XIV. La crisis del Antiguo Régimen que se gesta durante el siglo XVIII fue haciendo a los burgueses cobrar conciencia de su propio poder, y encontraron expresión ideológica en los ideales de la Ilustración, divulgados notablemente con L'Encyclopédie (1751-1772). Con mayor o menor profundidad, varios monarcas absolutos adoptaron algunas ideas del reformismo ilustrado (José II de Austria, Federico II de Prusia, Carlos III de España), los llamados déspotas ilustrados a quienes se atribuyen distintas variantes de la expresión todo por el pueblo, pero sin el pueblo.[22] Lo insuficiente de estas tibias reformas quedaba evidenciado cada vez que se mitigaban, postergaban o rechazaban las más radicales, que afectaban a aspectos estructurales del sistema económico y social (desamortización, desvinculación, libertad de mercado, supresión de fueros, privilegios, gremios, monopolios y aduanas interiores, igualdad legal); mientras que las intocables cuestiones políticas, que implicarían el cuestionamiento de la misma esencia del absolutismo, raramente se planteaban más allá de ejercicios teóricos. La resistencia de las estructuras del Antiguo Régimen solamente podía vencerse con movimientos revolucionarios de base popular, que en los territorios coloniales se expresaron en guerras de independencia.
En la ideología de estas revoluciones jugaron un papel importante dos nociones filosóficas y jurídicas íntimamente vinculadas: la teoría de los derechos humanos y el constitucionalismo. La idea de que existen ciertos derechos inherentes a los seres humanos es antigua (Cicerón o la escolástica), pero se asociaba al orden supramundano. Los ilustrados (Locke o Rousseau) defendieron la idea de que dichos derechos humanos son inherentes a todos los seres humanos por igual, por el mero hecho de ser seres racionales, y por ende ni son concesiones del Estado, ni se derivan de ninguna condición religiosa (como la de ser "hijos de Dios"). La secularización de la política no implicaba necesariamente el agnosticismo o el ateísmo de los ilustrados, muchos de los cuales eran sinceros cristianos, mientras otros se identificaban con las posturas panteístas próximas a la masonería. El principio de tolerancia religiosa fue defendido con vehemencia y compromiso personal por Voltaire, cuyo alejamiento de la Iglesia católica le hizo ser el personaje más polémico de la época.
Estos derechos son "derechos naturales", se conciben como anteriores a la ley del Estado por oposición a los "derechos positivos" consagrados por los distintos ordenamientos jurídicos. Los "derechos del hombre" son recogidos en una Constitución ("derechos constitucionales") pero no creados por ella. Las constituciones o las declaraciones de derechos explícitamente declaran que tales derechos pertenecen al hombre con carácter universal, y no en virtud de ningún hecho propio o ajeno, o por una condición particular (nacionalidad, lugar o familia de nacimiento, religión, etc.).[23]
Atribuyendo al Estado la inevitable tendencia a arrollar estos derechos (por la corrupción inherente al ejercicio del poder), los ilustrados concibieron garantizar la libertad individual limitándolo mediante una "Constitución Política", prefiriendo el imperio de la ley al gobierno del rey. Aunque podían diferir sobre sus preferencias en cuanto a la definición del sistema político, desde la mayor autoridad del rey hasta el principio de separación de poderes (Montesquieu, El espíritu de las leyes, 1748) y, en su extremo, el principio de voluntad general, soberanía nacional y soberanía popular (Jean Jacques Rousseau, El contrato social, 1762), entendían que debía regirse por una Ley Suprema que atendiera a las exigencias de la razón y que proporcionara más felicidad pública (o más bien permitiera la búsqueda de la felicidad individual de cada individuo). Tal constitución, en su interpretación más radical, debía ser generada por el pueblo y no por la monarquía o el gobernante, ya que se trata de una expresión de la soberanía que reside en la nación y en los ciudadanos (no en el monarca, como predicaban los defensores del absolutismo desde el siglo XVII: Hobbes o Bossuet). Para garantizar el equilibrio de los poderes, el poder judicial habría de ser independiente, y el legislativo ejercido por un parlamento que represente a la nación y sea elegido por el pueblo, o al menos en su nombre, por un cuerpo electoral cuya representatividad podía entenderse más o menos amplia o restringida. Estas formulaciones, basadas en la práctica del parlamentarismo británico posterior a la Gloriosa Revolución de 1688, se convirtieron en el cuerpo doctrinal del liberalismo político.
Fue trascendental la influencia que sobre los teóricos políticos de la Ilustración tuvo ese ejemplo, reconocido en los escritos de Voltaire o Montesquieu. También la Constitución de los Estados Unidos de América (1787), está fuertemente imbuida en la tradición jurídica consuetudinaria británica. La opción por una constitución escrita en vez de consuetudinaria se explica tanto por la influencia de la ideología de la Ilustración en los constituyentes americanos como por el hecho de que el proceso jurídico británico se había producido en el lapso de unos 600 años, mientras que su equivalente estadounidense se produjo en apenas una década. El texto escrito se hizo indispensable para crear todo un nuevo sistema político desde la nada, al contrario del caso británico, que había evolucionado con sucesivas adiciones y decantado con en el paso de los siglos. Se plasmaba en el prestigio de varios textos legales (algunos medievales, como la Carta Magna de 1215, otros modernos como el Bill of Rights de 1689), la jurisprudencia de tribunales con jueces independientes y jurados y los usos políticos, que implicaban un equilibrio de poderes entre Corona y Parlamento (elegido por circunscripciones desiguales y sufragio restringido), frente al que el Gobierno de su Majestad respondía. Las primeras constituciones escritas en el continente europeo fueron la polaca (3 de mayo de 1791)[24] y la francesa (3 de septiembre de 1791). No obstante, el primer documento legal moderno de su tipo (más bien un ejercicio teórico y utopista que no se aplicó) fue el Proyecto de Constitución para Córcega que Jean Jacques Rousseau redactó para la efímera República Corsa (1755-1769).[25] Las primeras españolas aparecieron como consecuencia de la Guerra de Independencia Española: la redactada en Bayona por los afrancesados (8 de julio de 1808) y la elaborada por sus rivales del bando patriota en las Cortes de Cádiz (12 de marzo de 1812 llamada popularmente Pepa), tomada como modelo por otras en Europa. En la América Hispánica las primeras constituciones fueron creadas entre 1811 y 1812, como consecuencia del movimiento juntista, que fue la primera fase del movimiento independentista latinoamericano. El Congreso de Angostura, con la inspiración de Simón Bolívar, redactó la Constitución de la Gran Colombia (incluía las actuales Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela) el 15 de febrero de 1819.

Independencia de Estados Unidos[editar · editar código]

The tree of liberty must be refreshed from time to time with the blood of patriots and tyrants
El árbol de la libertad debe ser regado de vez en cuando con sangre de patriotas y tiranos.
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La primera página de la Constitución de los Estados Unidos de América (17 de septiembre de 1787) comienza con el célebre We the People ("Nosotros, el Pueblo"), que define el sujeto de la soberanía. El precedente inmediato había sido, además de la Declaración de Independencia, la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776). En los diez años siguientes, las primeras enmiendas conformaron lo que se denominó Carta de Derechos (1789). Desde entonces ha sido profusamente enmendada.
Los ingleses se habían instalado en las Trece Colonias de la costa noroccidental americana desde el siglo XVII. Durante la gran guerra colonial entre Inglaterra y Francia (1756-1763), y que fue correlato americano de la Guerra de los Siete Años europea, los colonos estadounidenses cobraron conciencia de hasta qué punto sus intereses eran divergentes de los de la metrópolis (imposibilidad de recibir un trato equilibrado, o de ascender en el ejército), así como de los límites de la capacidad de esta y de su propio poder. En los años siguientes, ante apremiantes necesidades fiscales, se intentó incrementar la extracción de recursos de las colonias imponiendo tasas sin ningún tipo de control local ni representación en su discusión. Tras el enfriamiento progresivo de relaciones, los colonos y los casacas rojas (las tropas inglesas, llamadas así por el color de su uniforme) tuvieron las primeras refriegas en incidentes menores cuya importancia se magnificaba convirtiéndolos en simbólicos (Masacre de Boston, 1770, Motín del té, 1773). En 1776, en un Congreso Continental reunido en la ciudad de Filadelfia, representantes enviados por los parlamentos locales de las Trece Colonias proclamaron la independencia. La guerra, liderada por George Washington en el lado colonial, que recibió el apoyo internacional de España y Francia, terminó con la completa derrota de los ingleses en la batalla de Yorktown (1781). En el Tratado de París (1783) se reconoció por Inglaterra la independencia de los Estados Unidos.
Durante los primeros años hubo dudas sobre si las Trece Colonias seguirían cada una su camino como otras tantas naciones independientes, o si formarían una única nación. En un nuevo congreso celebrado otra vez en Filadelfia (1787), acordaron finalmente una solución intermedia, conformando un estado federal con una compleja repartición de funciones entre la Federación y los estados miembros, bajo el mandato de una única carta fundamental: la Constitución de 1787. La Federación, denominada Estados Unidos de América, se inspiró para su creación y para la redacción de su carta magna (sobre todo de las numerosas enmiendas que hubo que añadir progresivamente a los siete artículos iniciales) en los principios fundamentales promovidos por la Ilustración, además de en la práctica política del autogobierno local experimentado durante más de un siglo, e incluso en el ejemplo de un peculiar sistema político indígena americano (la confederación iroquesa).[27] El sistema político se basó en un fuerte individualismo y en el respeto a los derechos humanos (aunque en su cultura política se expresaron como derechos civiles), entre los que destacaban las mayores garantías nunca existentes en ningún ordenamiento jurídico anterior a la neutralidad del estado en cuestiones propias de la vida privada y al respeto a las libertades públicas (conciencia, expresión, prensa, reunión y participación política, posesión de armas) y concretamente a la propiedad privada como vehículo para la búsqueda de la felicidad (Life, liberty and the pursuit of happiness[28] ). La construcción de la democracia, en muchas de sus implicaciones, como el sufragio universal, no fue de rápida consecución, especialmente en cuanto a los problemas de la esclavitud, que diferenciaba a los estados del norte y el sur; y la relación con las naciones indias, por cuyos territorios se expandieron. Las nociones de república e independencia pasaron a ser dos referentes simbólicos de la nueva nación, y durante mucho tiempo, características casi exclusivas frente al resto del mundo.
La Edad Contemporánea es el periodo especifico actual de la historia del mundo occidental (cuarto periodo de la Historia Universal, según la división europea de la historia) que se inicio a partir de la Revolución Francesa (1789 d.c.) y que sigue su proceso hasta el presente.

El inicio de la Edad contemporánea fue bastante marcado por la corriente filosófica de la Ilustración, que elevaría la importancia de la Razón. Había un sentimiento de que las ciencias irían siempre descubriendo nuevas soluciones para los problemas humanos y que la civilización humana progresaría cada año con los nuevos conocimientos adquiridos.

La Edad Contemporánea se inició en el siglo XVIII durante el estallido de la Revolución Francesa, en este periodo la filosofía dio una valorización a la ciencia y extendió su método científico a otras disciplinas, presentando las siguientes características positivistas, como el completo desprecio por todo lo que estuviera alejado de la experiencia sensible y concreta. La supervalorizacion de las Ciencias como modelo supremo del saber y preocupación exclusiva de estudiar apenas aquello que puede ser útil para el hombre. Los hombres confirmaron sus ideas comparándolas con la realidad concreta, con la experiencia sensorial. El hombre abandona las consideraciones de las causas y los porque de los fenómenos ocurren y pasa a analizar los procesos, las leyes bajo las cuales estos fenómenos.

Hechos de la Edad Contemporánea

La historia de la Edad Contemporánea comprende el espacio de tiempo que va desde la Revolución Francesa hasta nuestros días. La época contemporánea o Edad Contemporánea está marcada , en general , por el desarrollo y la consolidación del sistema capitalista Occidental durante las Revoluciones Industriales, y por consecuencia por las disputas de las grandes potencias europeas por territorios, materias primas y mercados consumidores.

Durante la Edad contemporánea se produjo la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial, este evento de las guerras mundiales, llevo a un gobierno de escepticismo a el mundo, con la percepción de que naciones consideradas como avanzadas e instruidas eran capaces de cometer atrocidades dignas de bárbaros. De allí se desprende el concepto de que la clasificasión de países desarrollados y países subdesarrollados tiene una aplicación limitada.



EDAD CONTEMPORANEA



Edad Contemporánea


La carga de los mamelucos, de Francisco de Goya, 1814, representa un episodio del levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Los pueblos europeos, convertidos en protagonistas de su propia historia y a los que se les había proclamado sujetos de la soberanía, no acogieron favorablemente la imposición de la libertad que suponía la extensión de los ideales revolucionarios franceses mediante la ocupación militar del ejército napoleónico. Más adelante, en toda la extensión de la Edad Contemporánea, la base popular de los movimientos sociales y políticos no implicaba su orientación progresista, sino que penduló de un extremo a otro del espectro político.


Pittsburgh en 1857. La Edad Contemporánea generó un nuevo tipo de paisaje industrial y urbano de gran impacto en la naturaleza y en las condiciones de vida. La revolución de los transportes y de las comunicaciones permitió que la unidad de la economía-mundo lograda en la Edad Moderna se aproximara más aún al acortar el tiempo de los desplazamientos y aumentar su regularidad.
Le Démolisseur, de Paul Signac, 1897-1899. Además de ser una obra estéticamente vanguardista (técnica del puntillismo), la elección consciente de un protagonista anónimo y su tratamiento visual heroico conducen a su lectura alegórica: las masas derriban el orden antiguo antes de construir el nuevo.

Podemos hacerlo, indica un cartel de propaganda (1942, durante la Segunda Guerra Mundial) que estimula el esfuerzo bélico mediante el trabajo de la mujer, un paso decisivo en su emancipación.

Mujeres de Afganistán, en el año 2003, usando el burka, el velo tradicional que hubiera deseado suprimirse junto con otras opresiones durante la república socialista (durante la cual se inició la guerra civil); pasó a ser obligatorio como parte de la re-islamización durante el régimen de los talibanes (1996-2001), y sigue siendo en la actualidad una de las piedras de toque con mayor valor mediático para la intervención internacional en la actual guerra.
Edad Contemporánea es el nombre con el que se designa el periodo histórico comprendido entre la Revolución francesa y la actualidad. Comprende un total de 224 años, entre 1789 y el presente. La humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las sociedades más avanzadas (el llamado primer mundo) y aún en curso para la mayor parte (los países subdesarrollados y los países recientemente industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de los seres humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades sociales y espaciales y dejan planteadas para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.[1]
Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales (los privilegiados) y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo (el movimiento obrero), en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad.
La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte contemporáneo y la literatura contemporánea (liberados por el romanticismo de las sujeciones académicas y abiertos a un público y un mercado cada vez más amplios) se han visto sometidos al impacto de los nuevos medios de comunicación de masas (tanto los escritos como los audiovisuales), lo que les provocó una verdadera crisis de identidad que comenzó con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha superado.[]
En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y político),[] puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la modernidad o más bien significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado.
En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado liberal europeo clásico, surgido tras la crisis del Antiguo Régimen. El Antiguo Régimen había sido socavado ideológicamente por el ataque intelectual de la Ilustración (L'Encyclopédie, 1751) a todo lo que no se justifique a las luces de la razón por mucho que se sustente en la tradición, como los privilegios contrarios a la igualdad (la de condiciones jurídicas, no la económico-social) o la economía moral[4] contraria a la libertad (la de mercado, la propugnada por Adam Smith -La riqueza de las naciones, 1776). Pero, a pesar de lo espectacular de las revoluciones y de lo inspirador de sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad (con la muy significativa adición del término propiedad), un observador perspicaz como Lampedusa pudo entenderlas como la necesidad de que algo cambie para que todo siga igual: el Nuevo Régimen fue regido por una clase dirigente (no homogénea, sino de composición muy variada) que, junto con la vieja aristocracia incluyó por primera vez a la pujante burguesía responsable de la acumulación de capital. Esta, tras su acceso al poder, pasó de revolucionaria a conservadora,[5] consciente de la precariedad de su situación en la cúspide de una pirámide cuya base era la gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.
En el siglo XX este equilibrio inestable se fue descomponiendo, en ocasiones mediante violentos cataclismos (comenzando por los terribles años de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918), y en otros planos mediante cambios paulatinos (por ejemplo, la promoción económica, social y política de la mujer). Por una parte, en los países más desarrollados, el surgimiento de una poderosa clase media, en buena parte gracias al desarrollo del estado del bienestar o estado social (se entienda este como concesión pactista al desafío de las expresiones más radicales del movimiento obrero, o como convicción propia del reformismo social) tendió a llenar el abismo predicho por Marx y que debería llevar al inevitable enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente combatido, aunque con éxito bastante limitado, por sus enemigos de clase, enfrentados entre sí: el anarquismo y el marxismo (dividido a su vez entre el comunismo y la socialdemocracia). En el campo de la ciencia económica, los presupuestos del liberalismo clásico fueron superados (economía neoclásica, keynesianismo -incentivos al consumo e inversiones públicas para frente a la incapacidad del mercado libre para responder a la crisis de 1929- o teoría de juegos -estrategias de cooperación frente al individualismo de la mano invisible-). La democracia liberal fue sometida durante el período de entreguerras al doble desafío de los totalitarismos estalinista y fascista (sobre todo por el expansionismo de la Alemania nazi, que llevó a la Segunda Guerra Mundial).[]
En cuanto a los estados nacionales, tras la primavera de los pueblos (denominación que se dio a la revolución de 1848) y el periodo presidido por la unificación alemana e italiana (1848-1871), pasaron a ser el actor predominante en las relaciones internacionales, en un proceso que se generalizó con la caída de los grandes imperios multinacionales (español desde 1808 hasta 1898; ruso, austrohúngaro y turco en 1918, tras su hundimiento en la Primera Guerra Mundial) y la de los imperios coloniales (británico, francés, holandés, belga tras la Segunda). Si bien numerosas naciones accedieron a la independencia durante los siglos XIX y XX, no siempre resultaron viables, y muchos se sumieron en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, a veces provocados por la arbitraria fijación de las fronteras, que reprodujeron las de los anteriores imperios coloniales. En cualquier caso, los estados nacionales, después de la Segunda Guerra Mundial, devinieron en actores cada vez menos relevantes en el mapa político, sustituidos por la política de bloques encabezados por los Estados Unidos y la Unión Soviética. La integración supranacional de Europa (Unión Europea) no se ha reproducido con éxito en otras zonas del mundo, mientras que las organizaciones internacionales, especialmente la ONU, dependen para su funcionamiento de la poco constante voluntad de sus componentes.
La desaparición del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo XXI, en que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades,[7] personales o individuales,[8] colectivas o grupales,[9] muchas veces competitivas entre sí (religiosas, sexuales, de edad, nacionales, estéticas,[10] culturales, deportivas, o generadas por una actitud -pacifismo, ecologismo, altermundialismo- o por cualquier tipo de condición, incluso las problemáticas -minusvalías, disfunciones, pautas de consumo-). Particularmente, el consumo define de una forma tan importante la imagen que de sí mismos se hacen individuos y grupos que el término sociedad de consumo ha pasado a ser sinónimo de sociedad contemporánea.[11]

Modernidad: ruptura y continuidad

Un pequeño y sucio, pero eficaz barco de vapor conduce al desguace al buque de guerra Téméraire. Sus años de gloria han pasado. (Cuadro de J. M. W. Turner).
La denominación "Edad Contemporánea" es un añadido reciente a la tradicional periodización histórica de Cristóbal Celarius, que utilizaba una división tripartita en Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna; y se debe al fuerte impacto que las transformaciones posteriores a la Revolución francesa tuvieron en la historiografía europea continental (especialmente la francesa o la española), que les impulsó a proponer un nombre diferente para lo que entendían como estructuras antagónicas: las del Antiguo Régimen anterior y las del Nuevo Régimen posterior. Sin embargo, esa discontinuidad no parece tan marcada para los historiadores anglosajones, que prefieren utilizar el término Later o Late Modern Times o Age ("Últimos Tiempos Modernos", "Edad Moderna Tardía" o "Edad Moderna Posterior"), contrastándolo con el término Early Modern Times o Age ("Tempranos Tiempos Modernos", "Edad Moderna Temprana" o "Edad Moderna Anterior"), mientras que restringen el uso de Contemporary Age para el siglo XX, especialmente para su segunda mitad.[12]
La cuestión de si hubo más continuidad o más ruptura entre la Edad Moderna y la Contemporánea depende, por tanto, de la perspectiva. Si se define la modernidad como el desarrollo de una cosmovisión con rasgos derivados de los valores del antropocentrismo frente a los del teocentrismo medieval (concepciones del mundo centradas en el hombre o en Dios, respectivamente): idea de progreso social, de libertad individual, de conocimiento a través de la investigación científica, etc.; entonces es claro que la Edad Contemporánea es una continuación e intensificación de todos estos conceptos. Su origen estuvo en la Europa Occidental de finales del siglo XV y comienzos del XVI, donde surgió el Humanismo, el Renacimiento y la Reforma Protestante; y se acentuaron durante la denominada crisis de la conciencia europea de finales del siglo XVII, que incluyó la Revolución Científica y preludió a la Ilustración. Las revoluciones de finales del XVIII y comienzos del XIX pueden entenderse como la culminación de las tendencias iniciadas en el período precedente. La confianza en el ser humano y en el progreso científico y tecnológico se plasmó a partir de entonces en una filosofía muy característica: el positivismo; y en los diversos planteamientos religiosos que van del secularismo al agnosticismo, al ateísmo o al anticlericalismo. Sus manifestaciones ideológicas fueron muy dispares, desde el nacionalismo hasta el marxismo pasando por el darwinismo social y los totalitarismos de signo opuesto; aunque las formulaciones políticas y económicas del liberalismo fueron las dominantes, incluyendo notablemente la doctrina de los derechos humanos que, desarrollada a partir de elementos anteriores, dio forma a la democracia contemporánea y se fue extendiendo (como predijo un notable estudio de Alexis de Tocqueville -La democracia en América, 1835-) hasta llegar a ser el ideal más universalmente aceptado de forma de gobierno, con notables excepciones.
Sin embargo, fue la evidencia del triunfo de las fuerzas de la modernidad lo que hizo que precisamente en la Edad Contemporánea se desarrollara un discurso paralelo de crítica a la modernidad, que en su vertiente más radical desembocó en el nihilismo. Es posible seguir el hilo de esta crítica a la modernidad en el romanticismo y su búsqueda de las raíces históricas de los pueblos; en la filosofía de Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche y posteriores movimientos (irracionalismo, vitalismo, existencialismo, escuela de Frankfurt);[13] en los rasgos más experimentales del arte contemporáneo y la literatura contemporánea que, no obstante, reivindican para sí la condición de literatura o arte moderno (expresionismo, surrealismo, teatro del absurdo); en concepciones teóricas como la postmodernidad; y en la violenta resistencia que, tanto desde el movimiento obrero como desde posturas radicalmente conservadoras, se opuso a la la gran transformación[14] de economía y sociedad. Superar el ideal ilustrado de progreso y confianza optimista en las capacidades del ser humano, implicaba una noción progresista y de confianza en la capacidad del ser humano que efectúa esa crítica, por lo que esas "superaciones de la modernidad" fueron de hecho nuevas variantes del discurso moderno.[15]

La "Era de la Revolución" (1776-1848)

En los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX se derrumba el Antiguo Régimen de una forma que fue percibida por los contemporáneos como una aceleración del ritmo temporal de la historia, que trajo cambios trascendentales conseguidos tras vencer de forma violenta la oposición de las fuerzas interesadas en mantener el pasado: todos ellos requisitos para poder hablar de una revolución, y de lo que para Eric Hobsbawm es La Era de la Revolución.[16] Suele hablarse de tres planos en el mismo proceso revolucionario: el económico, caracterizado por el triunfo del capitalismo industrial que supera la fase mercantilista y acaba con el predominio del sector primario (Revolución industrial); el social, caracterizado por el triunfo de la burguesía y su concepto de sociedad de clases basada en el mérito y la ética del trabajo, frente a la sociedad estamental dominada por los privilegiados desde el nacimiento (Revolución burguesa); y el político e ideológico, por el que se sustituyen las monarquías absolutas por sistemas representativos, con constituciones, parlamentos y división de poderes, justificados por la ideología liberal (Revolución liberal

Revolución industrial

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Coalbrookdale de noche (Philipp Jakob Loutherbourg, 1801). La actividad incesante y la multiplicación de las nuevas instalaciones industriales, y sus repercusiones en todos los ámbitos, transformaron irreversiblemente la naturaleza y la sociedad.
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Máquina de hilados en una fábrica francesa del siglo XIX.
La revolución industrial es la segunda de las transformaciones productivas verdaderamente decisivas que ha sufrido la humanidad, siendo la primera la revolución neolítica que transformó la humanidad paleolítica cazadora y recolectora en el mundo de aldeas agrícolas y tribus ganaderas que caracterizó desde entonces los siguientes milenios de prehistoria e historia.
La transformación de la sociedad preindustrial agropecuaria y rural en una sociedad industrial y urbana se inició propiamente con una nueva y decisiva transformación del mundo agrario, la llamada revolución agrícola que aumentó de forma importante los bajísimos rendimientos propios de la agricultura tradicional gracias a mejoras técnicas como la rotación de cultivos, la introducción de abonos y nuevos productos (especialmente la introducción en Europa de dos plantas americanas: el maíz y la patata). En todos los periodos anteriores, tanto en los imperios hidráulicos (Egipto, Mesopotamia, India o China antiguas), como en la Grecia y Roma esclavistas o la Europa feudal y del Antiguo Régimen, incluso en las sociedades más involucradas en las transformaciones del capitalismo comercial del moderno sistema mundial,[17] era necesario que la gran mayoría de la fuerza de trabajo produjera alimentos, quedando una exigua minoría para la vida urbana y el escaso trabajo industrial, a un nivel tecnológico artesanal, con altos costes de producción. A partir de entonces, empieza a ser posible que los sustanciales excedentes agrícolas alimenten a una población creciente (inicio de la transición demográfica, por la disminución de la mortalidad y el mantenimiento de la natalidad en niveles altos) que está disponible para el trabajo industrial, primero en las propias casas de los campesinos (domestic system, putting-out system) y enseguida en grandes complejos fabriles (factory system) que permiten la división del trabajo que conduce al imparable proceso de especialización, tecnificación y mecanización. La mano de obra se proletariza al perder su sabiduría artesanal en beneficio de una máquina que realiza rápida e incansablemente el trabajo descompuesto en movimientos sencillos y repetitivos, en un proceso que llevará a la producción en serie y, más adelante (en el siglo XX, durante la Segunda revolución industrial), al fordismo, el taylorismo y la cadena de montaje. Si el producto es menos bello y deshumanizado (crítica de los partidarios del mundo preindustrial, como John Ruskin y William Morris), no es menos útil y sobre todo, es mucho más beneficioso para el empresario que lo consigue lanzar al mercado. Los costos de producción disminuyeron ostensiblemente, en parte porque al fabricarse de manera más rápida se invertía menos tiempo en su elaboración, y en parte porque las propias materias primas, al ser también explotadas por medios industriales, bajaron su coste. La estandarización de la producción reemplazó la exclusividad y escasez de los productos antiguos por la abundancia y el anonimato de los productos nuevos, todos iguales unos a otros.
La revolución industrial iniciada en Inglaterra a mediados del siglo XVIII se extendió sucesivamente al resto del mundo mediante la difusión tecnológica (transferencia tecnológica), primero a Europa Noroccidental y después, en lo que se denominó Segunda revolución industrial (finales del siglo XIX), al resto de los posteriormente denominados países desarrollados (especialmente y con gran rapidez a Alemania, Rusia, Estados Unidos y Japón; pero también, más lentamente, a Europa Meridional). A finales del siglo XX, en el contexto de la denominada Tercera revolución industrial, los NIC o nuevos países industrializados (especialmente China) iniciaron un rápido crecimiento industrial. No obstante, la influencia de la revolución industrial, desde su mismo inicio se extendió al resto del mundo mucho antes de que se produjera la industrialización de cada uno de los países, dado el decisivo impacto que tuvo la posibilidad de adquirir grandes cantidades de productos industriales cada vez más baratos y diversificados. El mundo se dividió entre los que producían bienes manufacturados y los que tenían que conformarse con intercambiarlos por las materias primas, que no aportaban prácticamente valor añadido al lugar del que se extraían: las colonias y neocolonias (África, Asia y América Latina, tanto antes como después de los procesos de independencia de los siglos XIX y XX).

¿Por qué Inglaterra?

La revolución industrial se originó en Inglaterra a causa de diversos factores, cuya elucidación es uno de los temas historiográficos más trascendentes.
Como factores técnicos, era uno de los países con mayor disponibilidad de las materias primas esenciales, sobre todo el carbón, mineral indispensable para alimentar la máquina de vapor que fue el gran motor de la Revolución industrial temprana, así como los altos hornos de la siderurgia, sector principal desde mediados del siglo XIX. Su ventaja frente a la madera, el combustible tradicional, no es tanto su poder calorífico como la mera posibilidad en la continuidad de suministro (la madera, a pesar de ser fuente renovable, está limitada por la deforestación; mientras que el carbón, combustible fósil y por tanto no renovable, solo lo está por el agotamiento de las reservas, cuya extensión se amplía con el precio y las posibilidades técnicas de extracción).
Como factores ideológicos, políticos y sociales, la sociedad inglesa había atravesado la llamada crisis del siglo XVII de una manera particular: mientras la Europa meridional y oriental se refeudalizaba y establecía monarquías absolutas, la guerra civil inglesa (1642-1651) y la posterior revolución gloriosa (1688) determinaron el establecimiento de una monarquía parlamentaria (definida ideológicamente por el liberalismo de John Locke) basada en la división de poderes, la libertad individual y un nivel de seguridad jurídica que proporcionaba suficientes garantías para el empresario privado; muchos de ellos surgidos de entre activas minorías de disidentes religiosos que en otras naciones no se hubieran consentido (la tesis de Max Weber vincula explícitamente La ética protestante y el espíritu del capitalismo). Síntoma importante fue el espectacular desarrollo del sistema de patentes industriales.
Como factor geoestratégico, durante el siglo XVIII Inglaterra construyó una flota naval que la convirtió (desde el tratado de Utrecht, 1714, y de forma indiscutible desde la batalla de Trafalgar, 1805) en una verdadera talasocracia dueña de los mares y de un extensísimo imperio colonial. A pesar de la pérdida de las Trece Colonias, emancipadas en la Guerra de independencia de Estados Unidos (1776-1781), controlaba, entre otros, los territorios del Subcontinente Indio, fuente importante de materias primas para su industria, destacadamente el algodón que alimentaba la industria textil, así como mercado cautivo para los productos de la metrópolis. La canción patriótica Rule Britannia (1740) explícitamente indicaba: rule the waves (gobierna las olas).
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Ironbridge.
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El líder de los ludditas. Al fondo, una fábrica incendiada. Ilustración de 1812.

La máquina de vapor, el carbón, el algodón y el hierro[editar · editar código]

La experimentación de la caldera de vapor era una práctica antigua (el griego Herón de Alejandría) que se reanudó en el siglo XVI (los españoles Blasco de Garay y Jerónimo de Ayanz) y que a finales del siglo XVII había producido resultados alentadores, aunque aún no aprovechados tecnológicamente (Denis Papin y Thomas Savery). En 1705 Thomas Newcomen había desarrollado una máquina de vapor suficientemente eficaz para extraer el agua de las minas inundadas. Tras sucesivas mejoras, en 1782 James Watt incorporó un sistema de retroalimentación que aumentaba decisivamente su eficiencia, lo que posibilitó su aplicación a otros campos. Primero a la industria textil, que había ido desarrollando previamente una revolución textil aplicada a los hilos y tejidos de algodón con la lanzadera volante (John Kay, 1733) y la hiladora mecánica (spinning Jenny de James Hargreaves -1764-, water frame de Richard Arkwright -1769, movida con energía hidráulica, aplicada en Cromford Mill desde 1771- y spinning mule o mule jenny de Samuel Crompton, 1779); y que estaba madura para la aplicación del vapor al telar mecánico (power loom de Edmund Cartwright, 1784) y otras innovaciones demandadas por los cuellos de botella a los que se forzaba a los subsectores sucesivamente afectados, poniendo a la industria textil inglesa a la cabeza de la producción mundial de telas. Luego a los transportes: el barco de vapor (Robert Fulton, 1807) y posteriormente el ferrocarril (George Stephenson, 1829), cuyo desarrollo se vio obstaculizado por los recelos sociales que suscitaba; pero que permitió extraer toda la potencialidad a las vías férreas de uso minero y tracción animal y humana que se venían utilizando extensivamente con el hierro de Coalbrookdale fundido con coque (Abraham Darby I, 1709; puente de Ironbridge, 1781). El vapor, el carbón y el hierro se aplicaron a todos los procesos productivos susceptibles de mecanización. El invento de Watt había representado el salto decisivo hacia la industrialización, e Inglaterra, la primera en hacerlo, se convirtió en el taller del mundo.
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Los comedores de patatas (Vincent van Gogh, 1885. La patata se convirtió en un alimento casi único en muchas zonas, con lo que su ausencia producía espantosas hambrunas, como el hambre de Irlanda de 1845-1849, que además originó una emigración masiva.

Oposición a los cambios

Estas novedades no siempre fueron bien acogidas. La sustitución del trabajo humano por máquinas condenaba a los trabajadores de la artesanía tradicional al desempleo si no se adaptaban a las nuevas condiciones laborales o la pérdida del control del proceso productivo si lo hacían. La resistencia contra ello condujo en algunos casos a la destrucción física de las nuevas industrias mecanizadas (ludismo). Los nuevos empresarios, liberados de las restricciones gremiales, consiguieron la ilegalización de cualquier forma de asociación de defensa de los intereses laborales, dejando únicamente en el contrato individual y el mercado libre la negociación de las condiciones de trabajo y salario. Simétricamente, tampoco se consentía la asociación de empresarios, por atentar contra el principio de libre competencia, fuente de toda prosperidad según el triunfante liberalismo económico de Adam Smith (La riqueza de las naciones, 1776). El debate historiográfico sobre si la industrialización fue un proceso más o menos perjudicial para las condiciones de vida de las clases bajas ha sido uno de los más activos, y no está resuelto.[18] No disminuyeron los puestos de trabajo, por el contrario, aumentaron, haciendo necesaria la llegada a los masificados barrios obreros del norte de Inglaterra (Mánchester, Liverpool) de masas de emigrantes del campo (de donde eran expulsados por las poor laws -leyes de pobres- y las enclosures -cercamientos-). Por el contrario, la liberalización del precio de los alimentos básicos tuvo que esperar a mediados del siglo XIX para la abolición de las Corn Laws (leyes de granos, vigentes entre 1815 y 1846) que defendían los intereses proteccionistas de los terratenientes británicos, desproporcionadamente representados en el Parlamento y combatidos por el grupo de presión del capitalismo manchesteriano. La rebaja en el nivel salarial (que David Ricardo justificó como expresión de una necesidad económica, la ley de bronce), los horarios prolongados en trabajos insalubres y la degradación social generalizada, condujeron al pauperismo (las durísimas condiciones sociales fueron retratadas en las novelas de la época, como Los miserables de Víctor Hugo, o Oliver Twist de Charles Dickens); al tiempo que también creaban las condiciones (objetivas en terminología marxista) para el surgimiento de una conciencia de clase y el inicio del movimiento obrero. También tuvieron expresión política en las revoluciones de 1830 y 1848, burguesas en su calificación social, pero con un fuerte protagonismo obrero, en particular en Francia; así como el cartismo inglés.
La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento natural en la más relajada holgazanería. Ha sido ella la primera en demostrar lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto; a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas a las migraciones de pueblos y a las Cruzadas. (...)
Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas. (...)
La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, substrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.
... ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el cultivo de continente enteros, la apertura de ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?
... toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. (...)
Las armas de que se sirvió la burguesía para derribar el feudalismo se vuelven ahora contra la propia burguesía.
Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios.
Karl Marx, Manifiesto comunista, I Burgueses y proletarios, 1848

Revolución demográfica[editar · editar código]

Otras predicciones, las de Thomas Malthus (Ensayo sobre el principio de la población, 1798), advertían de forma pesimista de la imposibilidad de mantener el inusitado crecimiento de población que estaba experimentando Inglaterra, la primera en sufrir las transformaciones propias de la transición del antiguo al nuevo régimen demográfico. A medida que se industrializaban, otras naciones se incorporaron al mismo proceso, que implicaba la disminución de la mortalidad (se habían mitigado sustancialmente dos de las principales causas de la mortalidad catastrófica -hambre y epidemias-) mientras se mantenían altas las tasas de natalidad (ni se disponía de métodos anticonceptivos eficaces ni se habían generado las transformaciones sociales que en el futuro harían deseable a las familias una disminución del número de hijos).
Uno de los efectos de todos estos cambios, así como una válvula de escape de la presión social, fue el incremento de la emigración, la llamada explosión blanca (por ser la fase de la revolución demográfica protagonizada por Europa y otras zonas de población predominantemente europea). Campesinos arruinados y obreros sin nada que perder, se veían incentivados a abandonar Europa y tentar suerte en las colonias de poblamiento (Canadá o Australia para los ingleses, Argelia para los franceses) o en las naciones independientes receptoras de inmigrantes (como Estados Unidos o Argentina); también miembros de las clases altas se incorporaban como élite dirigente en colonias de explotación (como la India, el sureste asiático o el África negra). Explícitamente los defensores del imperialismo británico, como Cecil Rhodes, veían en la inmigración a las colonias la solución a los problemas sociales y una forma de evitar la lucha de clases. De una forma similar lo interpretaron los teóricos marxistas, como Lenin y Hobson.[20] Una de las mayores emigraciones nacionales se produjo después de la gran hambruna irlandesa de 1845-1849, que despobló la isla, tanto por la mortalidad como por el masivo trasvase de población, que convirtió ciudades enteras de la costa este de Estados Unidos en ghettos irlandeses (donde sufrían la discriminación de los dominantes WASP). Otras oleadas posteriores fueron protagonizados por inmigrantes nórdicos, alemanes,[21] italianos y de Europa Oriental (sobre todo las salidas masivas, a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, de los judíos sometidos a los pogromos).

Revoluciones liberales

Contexto social, político e ideológico



Voltaire en la corte de Federico II de Prusia, de Adolph von Menzel (reconstrucción historicista, de hacia 1850; el hecho representado sucedió cien años antes).
Antes incluso de que las transformaciones ligadas a la revolución industrial inglesa afectasen de forma notable a otros países, el poder económico creciente de la burguesía chocaba en las sociedades de Antiguo Régimen (casi todas las demás europeas, a excepción de los Países Bajos) con los privilegios de los dos estamentos privilegiados que conservaban sus prerrogativas medievales (clero y nobleza). La monarquía absoluta, como su precedente la monarquía autoritaria, ya había empezado a prescindir de los aristócratas para el gobierno, llamando como ministros a miembros de la baja nobleza, letrados e incluso gentes de la burguesía, como por ejemplo Jean-Baptiste Colbert, el ministro de finanzas de Luis XIV. La crisis del Antiguo Régimen que se gesta durante el siglo XVIII fue haciendo a los burgueses cobrar conciencia de su propio poder, y encontraron expresión ideológica en los ideales de la Ilustración, divulgados notablemente con L'Encyclopédie (1751-1772). Con mayor o menor profundidad, varios monarcas absolutos adoptaron algunas ideas del reformismo ilustrado (José II de Austria, Federico II de Prusia, Carlos III de España), los llamados déspotas ilustrados a quienes se atribuyen distintas variantes de la expresión todo por el pueblo, pero sin el pueblo.[22] Lo insuficiente de estas tibias reformas quedaba evidenciado cada vez que se mitigaban, postergaban o rechazaban las más radicales, que afectaban a aspectos estructurales del sistema económico y social (desamortización, desvinculación, libertad de mercado, supresión de fueros, privilegios, gremios, monopolios y aduanas interiores, igualdad legal); mientras que las intocables cuestiones políticas, que implicarían el cuestionamiento de la misma esencia del absolutismo, raramente se planteaban más allá de ejercicios teóricos. La resistencia de las estructuras del Antiguo Régimen solamente podía vencerse con movimientos revolucionarios de base popular, que en los territorios coloniales se expresaron en guerras de independencia.
En la ideología de estas revoluciones jugaron un papel importante dos nociones filosóficas y jurídicas íntimamente vinculadas: la teoría de los derechos humanos y el constitucionalismo. La idea de que existen ciertos derechos inherentes a los seres humanos es antigua (Cicerón o la escolástica), pero se asociaba al orden supramundano. Los ilustrados (Locke o Rousseau) defendieron la idea de que dichos derechos humanos son inherentes a todos los seres humanos por igual, por el mero hecho de ser seres racionales, y por ende ni son concesiones del Estado, ni se derivan de ninguna condición religiosa (como la de ser "hijos de Dios"). La secularización de la política no implicaba necesariamente el agnosticismo o el ateísmo de los ilustrados, muchos de los cuales eran sinceros cristianos, mientras otros se identificaban con las posturas panteístas próximas a la masonería. El principio de tolerancia religiosa fue defendido con vehemencia y compromiso personal por Voltaire, cuyo alejamiento de la Iglesia católica le hizo ser el personaje más polémico de la época.
Estos derechos son "derechos naturales", se conciben como anteriores a la ley del Estado por oposición a los "derechos positivos" consagrados por los distintos ordenamientos jurídicos. Los "derechos del hombre" son recogidos en una Constitución ("derechos constitucionales") pero no creados por ella. Las constituciones o las declaraciones de derechos explícitamente declaran que tales derechos pertenecen al hombre con carácter universal, y no en virtud de ningún hecho propio o ajeno, o por una condición particular (nacionalidad, lugar o familia de nacimiento, religión, etc.).[23]
Atribuyendo al Estado la inevitable tendencia a arrollar estos derechos (por la corrupción inherente al ejercicio del poder), los ilustrados concibieron garantizar la libertad individual limitándolo mediante una "Constitución Política", prefiriendo el imperio de la ley al gobierno del rey. Aunque podían diferir sobre sus preferencias en cuanto a la definición del sistema político, desde la mayor autoridad del rey hasta el principio de separación de poderes (Montesquieu, El espíritu de las leyes, 1748) y, en su extremo, el principio de voluntad general, soberanía nacional y soberanía popular (Jean Jacques Rousseau, El contrato social, 1762), entendían que debía regirse por una Ley Suprema que atendiera a las exigencias de la razón y que proporcionara más felicidad pública (o más bien permitiera la búsqueda de la felicidad individual de cada individuo). Tal constitución, en su interpretación más radical, debía ser generada por el pueblo y no por la monarquía o el gobernante, ya que se trata de una expresión de la soberanía que reside en la nación y en los ciudadanos (no en el monarca, como predicaban los defensores del absolutismo desde el siglo XVII: Hobbes o Bossuet). Para garantizar el equilibrio de los poderes, el poder judicial habría de ser independiente, y el legislativo ejercido por un parlamento que represente a la nación y sea elegido por el pueblo, o al menos en su nombre, por un cuerpo electoral cuya representatividad podía entenderse más o menos amplia o restringida. Estas formulaciones, basadas en la práctica del parlamentarismo británico posterior a la Gloriosa Revolución de 1688, se convirtieron en el cuerpo doctrinal del liberalismo político.
Fue trascendental la influencia que sobre los teóricos políticos de la Ilustración tuvo ese ejemplo, reconocido en los escritos de Voltaire o Montesquieu. También la Constitución de los Estados Unidos de América (1787), está fuertemente imbuida en la tradición jurídica consuetudinaria británica. La opción por una constitución escrita en vez de consuetudinaria se explica tanto por la influencia de la ideología de la Ilustración en los constituyentes americanos como por el hecho de que el proceso jurídico británico se había producido en el lapso de unos 600 años, mientras que su equivalente estadounidense se produjo en apenas una década. El texto escrito se hizo indispensable para crear todo un nuevo sistema político desde la nada, al contrario del caso británico, que había evolucionado con sucesivas adiciones y decantado con en el paso de los siglos. Se plasmaba en el prestigio de varios textos legales (algunos medievales, como la Carta Magna de 1215, otros modernos como el Bill of Rights de 1689), la jurisprudencia de tribunales con jueces independientes y jurados y los usos políticos, que implicaban un equilibrio de poderes entre Corona y Parlamento (elegido por circunscripciones desiguales y sufragio restringido), frente al que el Gobierno de su Majestad respondía. Las primeras constituciones escritas en el continente europeo fueron la polaca (3 de mayo de 1791)[24] y la francesa (3 de septiembre de 1791). No obstante, el primer documento legal moderno de su tipo (más bien un ejercicio teórico y utopista que no se aplicó) fue el Proyecto de Constitución para Córcega que Jean Jacques Rousseau redactó para la efímera República Corsa (1755-1769).[25] Las primeras españolas aparecieron como consecuencia de la Guerra de Independencia Española: la redactada en Bayona por los afrancesados (8 de julio de 1808) y la elaborada por sus rivales del bando patriota en las Cortes de Cádiz (12 de marzo de 1812 llamada popularmente Pepa), tomada como modelo por otras en Europa. En la América Hispánica las primeras constituciones fueron creadas entre 1811 y 1812, como consecuencia del movimiento juntista, que fue la primera fase del movimiento independentista latinoamericano. El Congreso de Angostura, con la inspiración de Simón Bolívar, redactó la Constitución de la Gran Colombia (incluía las actuales Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela) el 15 de febrero de 1819.

Independencia de Estados Unidos[editar · editar código]

The tree of liberty must be refreshed from time to time with the blood of patriots and tyrants
El árbol de la libertad debe ser regado de vez en cuando con sangre de patriotas y tiranos.
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La primera página de la Constitución de los Estados Unidos de América (17 de septiembre de 1787) comienza con el célebre We the People ("Nosotros, el Pueblo"), que define el sujeto de la soberanía. El precedente inmediato había sido, además de la Declaración de Independencia, la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776). En los diez años siguientes, las primeras enmiendas conformaron lo que se denominó Carta de Derechos (1789). Desde entonces ha sido profusamente enmendada.
Los ingleses se habían instalado en las Trece Colonias de la costa noroccidental americana desde el siglo XVII. Durante la gran guerra colonial entre Inglaterra y Francia (1756-1763), y que fue correlato americano de la Guerra de los Siete Años europea, los colonos estadounidenses cobraron conciencia de hasta qué punto sus intereses eran divergentes de los de la metrópolis (imposibilidad de recibir un trato equilibrado, o de ascender en el ejército), así como de los límites de la capacidad de esta y de su propio poder. En los años siguientes, ante apremiantes necesidades fiscales, se intentó incrementar la extracción de recursos de las colonias imponiendo tasas sin ningún tipo de control local ni representación en su discusión. Tras el enfriamiento progresivo de relaciones, los colonos y los casacas rojas (las tropas inglesas, llamadas así por el color de su uniforme) tuvieron las primeras refriegas en incidentes menores cuya importancia se magnificaba convirtiéndolos en simbólicos (Masacre de Boston, 1770, Motín del té, 1773). En 1776, en un Congreso Continental reunido en la ciudad de Filadelfia, representantes enviados por los parlamentos locales de las Trece Colonias proclamaron la independencia. La guerra, liderada por George Washington en el lado colonial, que recibió el apoyo internacional de España y Francia, terminó con la completa derrota de los ingleses en la batalla de Yorktown (1781). En el Tratado de París (1783) se reconoció por Inglaterra la independencia de los Estados Unidos.
Durante los primeros años hubo dudas sobre si las Trece Colonias seguirían cada una su camino como otras tantas naciones independientes, o si formarían una única nación. En un nuevo congreso celebrado otra vez en Filadelfia (1787), acordaron finalmente una solución intermedia, conformando un estado federal con una compleja repartición de funciones entre la Federación y los estados miembros, bajo el mandato de una única carta fundamental: la Constitución de 1787. La Federación, denominada Estados Unidos de América, se inspiró para su creación y para la redacción de su carta magna (sobre todo de las numerosas enmiendas que hubo que añadir progresivamente a los siete artículos iniciales) en los principios fundamentales promovidos por la Ilustración, además de en la práctica política del autogobierno local experimentado durante más de un siglo, e incluso en el ejemplo de un peculiar sistema político indígena americano (la confederación iroquesa).[27] El sistema político se basó en un fuerte individualismo y en el respeto a los derechos humanos (aunque en su cultura política se expresaron como derechos civiles), entre los que destacaban las mayores garantías nunca existentes en ningún ordenamiento jurídico anterior a la neutralidad del estado en cuestiones propias de la vida privada y al respeto a las libertades públicas (conciencia, expresión, prensa, reunión y participación política, posesión de armas) y concretamente a la propiedad privada como vehículo para la búsqueda de la felicidad (Life, liberty and the pursuit of happiness[28] ). La construcción de la democracia, en muchas de sus implicaciones, como el sufragio universal, no fue de rápida consecución, especialmente en cuanto a los problemas de la esclavitud, que diferenciaba a los estados del norte y el sur; y la relación con las naciones indias, por cuyos territorios se expandieron. Las nociones de república e independencia pasaron a ser dos referentes simbólicos de la nueva nación, y durante mucho tiempo, características casi exclusivas frente al resto del mundo.
La Edad Contemporánea es el periodo especifico actual de la historia del mundo occidental (cuarto periodo de la Historia Universal, según la división europea de la historia) que se inicio a partir de la Revolución Francesa (1789 d.c.) y que sigue su proceso hasta el presente.

El inicio de la Edad contemporánea fue bastante marcado por la corriente filosófica de la Ilustración, que elevaría la importancia de la Razón. Había un sentimiento de que las ciencias irían siempre descubriendo nuevas soluciones para los problemas humanos y que la civilización humana progresaría cada año con los nuevos conocimientos adquiridos.

La Edad Contemporánea se inició en el siglo XVIII durante el estallido de la Revolución Francesa, en este periodo la filosofía dio una valorización a la ciencia y extendió su método científico a otras disciplinas, presentando las siguientes características positivistas, como el completo desprecio por todo lo que estuviera alejado de la experiencia sensible y concreta. La supervalorizacion de las Ciencias como modelo supremo del saber y preocupación exclusiva de estudiar apenas aquello que puede ser útil para el hombre. Los hombres confirmaron sus ideas comparándolas con la realidad concreta, con la experiencia sensorial. El hombre abandona las consideraciones de las causas y los porque de los fenómenos ocurren y pasa a analizar los procesos, las leyes bajo las cuales estos fenómenos.

Hechos de la Edad Contemporánea

La historia de la Edad Contemporánea comprende el espacio de tiempo que va desde la Revolución Francesa hasta nuestros días. La época contemporánea o Edad Contemporánea está marcada , en general , por el desarrollo y la consolidación del sistema capitalista Occidental durante las Revoluciones Industriales, y por consecuencia por las disputas de las grandes potencias europeas por territorios, materias primas y mercados consumidores.

Durante la Edad contemporánea se produjo la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial, este evento de las guerras mundiales, llevo a un gobierno de escepticismo a el mundo, con la percepción de que naciones consideradas como avanzadas e instruidas eran capaces de cometer atrocidades dignas de bárbaros. De allí se desprende el concepto de que la clasificasión de países desarrollados y países subdesarrollados tiene una aplicación limitada.